Luego de la masacre del 23 de marzo en céntricas calles de Tuxtepec y tras el errático comportamiento de quienes se supone deberían informarnos sobre lo ocurrido, en la Comisión Regional de Derechos Humanos “Mahatma Gandhi”, de Tuxtepec, Oaxaca, de la que este comentarista forma parte, se ha concluido que cada vez existen más preguntas que respuestas.
Aquí vamos. ¿Por qué si el comandante en jefe de esta guerra contra el narcotráfico, Felipe Calderón, dice que los miembros del crimen organizado son una “ridícula minoría” no se les detuvo luego de la matanza perpetrada en tres puntos distintos del centro de la ciudad?
¿Por qué se presentó el decomiso de armas y municiones como un trofeo –arsenal le llamaron en ese ímpetu estridente y belicoso– cuando se supone que los retenes en carreteras y los cateos a domicilios se han realizado precisamente para evitar que los delincuentes porten esa cantidad y calidad de armamento?
¿Por qué las autoridades civiles a nivel municipal (presidente municipal), estatal (sub procuraduría regional de Justicia) y federal (Ministerio Público) han declinado en sus funciones para dejarlas en manos castrenses cuando no existe una declaración formal de estado de excepción, tal como lo mandata nuestro Artículo 29 constitucional?
¿Por qué si se presume inteligencia y coordinación los tres niveles de gobierno, a través de una secretaría y la sub procuraduría regional de Justicia, no sabían informar 14 horas después de la masacre sobre el número de muertos, sus identidades y de la mecánica de los hechos?
¿Por qué se dice que no se ha militarizado la región –tal como lo afirmó el Delegado regional de Gobierno– y no se realizan cateos –según lo dicho por el comandante de la región militar– cuando todo mundo es testigo u objeto de ello?
¿No es este tipo de incongruencias y sandeces las que hacen desconfiar de las instituciones y de su eficacia?
Y finalmente, ¿no será que el ridículo –un mortal ridículo que ha causado más de 19 mil muertes- del que habla el Presidente está en otra parte?
