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El Estado de la desigualdad

Hace más de 200 años, Jean Jacques Rousseau distinguió en su discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, dos tipos de desigualdad existentes entre éstos:

Una de tipo natural que tenía que ver con diferencias propias de la naturaleza como la edad, el tamaño y las cualidades físicas de los individuos y, la otra, moral o política que al ser adoptada como parte de la sociedad suponía un consentimiento social para generar reglas, normas e instituciones que a la postre se corrompían y generaban diferencias y desigualdad entre los hombres.

Dicho discurso generó duras críticas entre los pensadores de su tiempo, ya que suponía que la conformación del Estado y las instituciones tanto políticas como sociales constituían un retroceso de la civilización, una perversión de la convivencia natural del hombre con sus semejantes y una forma de instituir la desigualdad generada por la propiedad privada.

Después de más de dos siglos y ante una nueva revisión del discurso de Rousseau, hemos de reflexionar sobre la efectividad de las instituciones políticas de nuestros Estados contemporáneos, las cuales se han reinventado y renovado a lo largo de algunos siglos de pensamiento ilustrado y, sin embargo, las condiciones de desigualdad en el mundo y sobre todo en los países en vías de desarrollo siguen siendo evidentes.

Ni el modelo de organización estatal liberal ni el de Estado benefactor, característicos de casi todo el siglo XX, lograron desarrollar las potencialidades tanto políticas, como económicas y sociales del ser humano, por lo que surgió la urgente “necesidad” de implementar un nuevo modelo económico a escala global denominado neoliberal y basado en la “mano invisible del mercado”, reduciendo las capacidades de un Estado, cuyas instituciones se habían convertido en una maquinaria insostenible, anquilosada y costosa para los gobiernos nacionales.

Sin embargo, la realidad nos muestra que dicho modelo ha fracasado en su intento de hacer que el mercado regule las relaciones entre los individuos.

En este sentido, las oportunidades de éstos se han visto limitadas por leyes del mercado que no se rigen por patrones orientados a lograr el desarrollo integral de las personas.

Ahora nos damos cuenta que hemos transitado de Estados incapaces de hacerse cargo de todos los asuntos públicos, a Estados incapaces de crear las condiciones y capacidades para el desarrollo pleno de sus ciudadanos, generando día con día más pobres, concentrando la riqueza mundial en unas cuantas manos, favoreciendo el desarrollo de empresas transnacionales en detrimento de la competencia y oportunidad para las empresas locales, generando mayor desigualdad entre los individuos, sólo por mencionar algunos efectos.

En el año de 1990, el Índice de Desarrollo Humano IDH elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo PNUD, definió al desarrollo humano como un proceso para ampliar las oportunidades de las personas, dotándolas de libertad para tomar sus propias decisiones.

En este sentido, de acuerdo con el Informe Regional sobre Desarrollo Humano para América Latina y el Caribe 2010 publicado por el PNUD, la región de América Latina y el Caribe es la más desigual del mundo.

“La desigualdad es alta, persistente y se reproduce en un contexto de baja movilidad socioeconómica”, elementos que se constituyen como una “constante histórica a lo largo de diferentes períodos de crecimiento y recesión y que han trascendido muy diferentes regímenes políticos e intervenciones públicas”.

De acuerdo con este informe, la tasa de crecimiento promedio anual del Índice de Desarrollo Humano IDH (que cuenta con tres componentes: ingreso, educación y salud) en la región disminuyó de 0.8 en la década de los noventa a 0.6 en el período 2000-2007, para el caso de México y aún cuando el comportamiento de su IDH nos indica que sigue mejorando (de 0.825 en 2000 a 0.854 en el año 2007), cabe mencionar que su tasa de crecimiento disminuyó con respecto al período de 1990-2000, de un 5.5% a 3.5% en el período 2000-2007.

Con base en lo anterior, hay que señalar que para reducir la desigualdad en estos países es necesario que los gobiernos de los Estados se centren en el desarrollo del ser humano y en la construcción de las condiciones que le permitan gozar de las mismas oportunidades de crecimiento, considerando una gama de posibilidades que facilite el despliegue de sus potencialidades en los diferentes ámbitos de su vida.

De igual forma, deben implementarse una serie de estrategias nacionales que incluyan la modernización y efectividad de las estructuras gubernamentales, pero también la ejecución de programas y políticas públicas, acordes con las necesidades reales de cada país, que les permitan a los gobiernos intervenir en el crecimiento económico y combatir la pobreza y la desigualdad de manera decidida.

Tanto en México como en los países latinoamericanos es necesaria la construcción de sociedades más democráticas y mejor organizadas que sirvan de contrapeso a los poderes reales del Estado, para evitar que tanto sus instituciones como sus poderes se conviertan en estructuras que sólo administran la desigualdad y la pobreza en lugar de combatirlas.

 

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