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Quique Hernández, secrecía tabernaria

RETRAZOS.- Es ante todo un templo donde se venera a Pedro Infante. Ahí es tolerado hablar de Jorge Negrete o Javier Solís, pero bajo el riesgo de ser mal atendido o perder la membresía. Las paredes destilan un polvo vetusto y ladrilloso; están forradas de imágenes del ídolo de Guamúchil: en moto, vestido de agente de tránsito en “ATM”, de charro… De tal modo es así, que la clave para entrar consiste en silbar la tonada de “Amorcito corazón”.

La taberna de don Quique queda en la parte sur del barrio de Xochimilco, en lo que eran las márgenes –hoy cementadas– de una barranca que bajaba del cerro del Fortín. Selecto bar rodeado de láminas oxidadas que preservan en su interior un mundo frondoso e inverosímil que huele a veladoras, flores arcaicas y a veces a caca de gallina. Adentro, tres mesitas añejas y tristes recuperan el color cuando se debate, conspira, canta, ríe o se habla de amor en torno a ellas. Cantina de cerveza, mezcal flamígero y otros brebajes insólitos que llevan siglos aburriéndose en un baúl. Botana de cacahuate cascaroso, caldo de zopilote o pata de res, memelas con salsa de chicatana y sangrita frita, dependiendo el humor del cantinero.

El baño es una grieta en la realidad: un espacio de saturaciones olfativas, collage de salpicaduras, paisaje de guerras intestinas, de abluciones que purgan todos los pecados humanos, hecho para mujeres equilibristas. Después de la primera inmersión en él, se sale inmune para todo mal venidero.

Don Quique, hombre de poco más de setenta años. Quejumbroso de que las cosas estén siempre de la chingada, pero activo, campante y alburero cuando los bebedores invaden sus comarcas. De joven practicó la lucha libre en arenas montañesas; fue ciclista y madreador de barrio. Su bar es escondrijo taciturno, universo paralelo donde se cosecha una felicidad parduzca. Paraíso en Ley Seca. Reducto urbano imbuido de una marginalidad poética: refugio de escritores, periodistas, empleados municipales, curas, músicos, pintores, académicos y diputados. Mientras se bebe se escuchan los rezos y letanías de doña Ofelia Rosales, madre del anfitrión, de cien años de edad. La mujer más longeva del barrio de Xochimilco. Anciana beata, lúcida y sapiente de los misterios seráficos, cuyo altar de niños dioses, vírgenes, velas y flores blancas alumbra a perpetuidad nuestra tristeza mezcalera, y cuyos cánticos nos hacen anhelar un renovado pacto con lo sagrado.

Si el mundo se me resquebraja entre las manos, aquí vengo los sábados a reconfigurarlo en ajedrez solitario o en una bohemia colectiva al lado de conspiradores entrañables, aunque don Quique nos aplique la promoción permanente de la casa: tómese una y pague dos.

 

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