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Oaxaca, cuatro años después

Hace cuatro años, la gente comentaba en las calles que después del conflicto político entre el movimiento popular y magisterial y el Gobierno estatal, las cosas no iban a ser igual y, efectivamente, observamos que el funcionamiento del aparato estatal ha empeorado, las relaciones sociales se han deteriorado y la confianza de los ciudadanos en las instituciones y en la legalidad se ha roto.

Como muestras, observamos el cerco paramilitar y los múltiples asesinatos impunes en San Juan Copala, donde existe un vacío institucional y ni la policía puede entrar; el atentado en la UABJO a la periodista Ixtli Martínez, que ha merecido la condena generalizada de la comunidad universitaria y de los trabajadores de los medios masivos, y la guerra propagandística de descalificaciones en este periodo electoral, que ha exhibido la nulidad del árbitro local.

Estos hechos no pueden observarse como casos aislados, así como tampoco pueden reducirse a un mero enfrentamiento de facciones o de conflictos internos, sino como parte de un clima de desestabilización generalizada que se construye para las próximas elecciones locales.

Respecto a Copala y la UABJO, Alberto Alonso escribe “lo que sucede es que el Estado prefiere conservar el desorden en esos dos espacios como en muchos otros por una sola razón: la rentabilidad política. En los dos casos los poderes fácticos de esas zonas posibilitan alto grado de control gubernamental”. (RIO, 12/03/10).

Esta rentabilidad política va a tono con la nueva forma de gobierno que se expresa en la devastación de las instituciones y en el vacío de legalidad, que observamos todos los días al salir de nuestras casas, en los bloqueos de cruceros viales, en el cierre de calles y en las diversas manifestaciones de protesta que encontramos en la capital del estado, todos los días y a todas horas.

Si bien estas expresiones venían ocurriendo desde mucho tiempo atrás, a partir del 2006 se institucionalizaron.

Ahora, el nuevo flujograma de gestión para la atención pública, por citar un recurso de la planeación estratégica, tiene su punto de inicio en la movilización de grupos y el bloqueo de avenidas, hasta las organizaciones oficialistas lo saben y lo practican, y dependiendo de la intensidad y proporción del acontecimiento viene después la respuesta gubernamental.

La lección enviada desde lo que queda del poder estatal es que para resolver problemas de cualquier grupo no hay que sacar citas ni hacer antesalas, ni buscar rutas institucionales; nada de eso funciona.

Lo que establece el nuevo manual de la burocracia es tomar cruceros viales y secuestrar camiones de transporte público, aunque de cualquier manera las peticiones tampoco serán atendidas porque según la lógica de los funcionarios que cobran por resolverlos, las expresiones de protesta solamente sirven para el desahogo de los descontentos.

Han sido cuatro años del arrastre de pugnas facciosas, de intereses personalistas y de inconformidades en aumento.

No olvidemos que el aparato estatal fue devastado por la acción desde afuera, de quienes protestaban por la acumulación de agravios, sino también desde adentro, por la propia corrupción que socavaba las estructuras, por el rompimiento de los vínculos clientelares entre el gobierno y diversas organizaciones y por la abierta exhibición de sus tácticas tradicionales de cooptación de líderes.

La defensa del orden resquebrajado ha llevado a la expiación de culpas por parte de los responsables directos del desastre socioeconómico y del vacío de legalidad; de esta manera, acusan que los culpables de la desestabilización son las propias víctimas de la injusticia y del abuso de autoridad y según ellos, “los responsables son los que protestan”.

Según las mentalidades burocráticas, los inconformes “deberían aguantarse hasta que los asuntos se investiguen y se resuelvan”, o más bien dicho, nunca.

Y es que el 14 de junio del 2006 se dio el banderazo de salida de una nueva forma de gobierno que en el 2010 sigue vigente y constituye el telón de fondo para las próximas elecciones locales; una forma de gobierno que pasa por el uso de la fuerza y la coerción, como forma de sustentar la “autoridad” basada en la difusión del temor.

Esas demostraciones resultan innecesarias y contraproducentes, si consideramos que desde tiempos de Maquiavelo se decía que la forma de dominio a través de la fuerza y la violencia, mostraba la debilidad del príncipe y no precisamente su fortaleza, por ello el pensador recomendaba al príncipe ser querido y no temido.

En sentido contrario a esta recomendación política de hace varios siglos y en tesitura universal, en el ámbito local la violencia y las demostraciones de fuerza se acentúan.

El grupo de poder oaxaqueño sigue empeñado en dar saltos hacia atrás, revitalizando viejas prácticas de control corporativo, el uso de la represión, la tolerancia de prácticas de contrainsurgencia y el aliento de prácticas porriles.

Al distanciamiento total entre la clase gobernante y los ciudadanos, se agrega la relación desequilibrada entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo, y la prevalencia de un marco jurídico desfasado y autoritario, en donde el grupo gobernante es el primero en violentar el Estado de derecho, si consideramos la resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre los hechos ocurridos en el 2006.

Todos estos aspectos muestran las dificultades, pero no necesariamente la imposibilidad de abandonar el régimen autoritario. Siguiendo a Zygmunt Bauman, se podría apuntar que “los procesos son productos de la decisión de la gente y no hay nada determinado e inevitable”.

Por ello, el futuro de la política estatal puede ser la continuidad del pragmatismo y del beneficio para unos cuantos, si es que no ocurre la participación de los ciudadanos, tanto en las urnas como en los diversos espacios de participación directa para cambiar el estado de cosas.

(*) Investigador del IISUABJO.

 

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