“¿Qué es peor que la democracia deficiente que conocemos en América Latina? Pues la ausencia de esa democracia deficiente”, preguntó y contestó el politólogo argentino, Guillermo O´Donell, al realizar un balance de experiencias de democratización de varios países de la región, durante la apertura del “Seminario internacional sobre reforma del Estado y ciudadanía”, celebrado en la ciudad de Puebla (4-6/11/10).
A partir de lo anterior, podríamos preguntarnos si la experiencia política de México es realmente la de una democracia, y en el mejor de los casos, para alentar nuestro optimismo, responder que quizás se trata de una democracia deficiente, como expresa el especialista.
Entrando en detalles sobre el carácter “deficiente”, podríamos identificar diferentes ritmos y velocidades a nivel nacional, con claroscuros entre regiones, con lugares en donde desde hace algunos años se ha establecido con cierta regularidad una competencia partidista más o menos aceptable, en el centro y norte del país, hasta los atisbos que se dan en entidades como Oaxaca por salir del autoritarismo.
Aunque cabe considerar que las diferencias políticas están asociadas a las diversas historias locales, a sus contradicciones sociales y desigualdades económicas, que se acentúan en Oaxaca y que han marcado el desarrollo de una clase política antidemocrática y excluyente, cuyas prácticas han incidido también en el cambio político que se asoma, en tanto han provocado el rechazo de una mayoría de ciudadanos que optaron por votar en contra del PRI.
Si bien en Oaxaca, la primera alternancia de partidos se da con el aliento de muchas expectativas ciudadanas por un futuro distinto, el evento ocurre en un clima de descomposición institucional del gobierno saliente y de su aparato burocrático que revela su mayor inoperancia a medida que se extingue; que da muestra de expresiones de violencia, las cuales, independientemente de los móviles particulares de cada caso, tienden a contaminar el margen de acción del nuevo gobierno.
Si el mensaje que se pretende enviar a los ciudadanos es que los gobiernos del PRI eran mejores, que hubo equivocación en las urnas y que se avecinan tiempos de inestabilidad política y de convulsión gubernamental, podríamos recuperar el aporte de O´Donell cuando sugiere que con todas las debilidades existentes en los procesos de democratización, los pasados son peores, no caben añoranzas por los tiempos idos, no es conveniente dar marcha atrás, además de que eso es imposible en términos sociales y políticos.
En el caso de Oaxaca tendríamos que considerar que la primera alternancia es uno de los eslabones de un proceso sumamente complejo, en donde se conjugan varios factores tales como la acumulación de descontentos en contra del viejo régimen, del conflicto político que inició en el 2006 y que se ha prolongado durante cuatro años, de las estrategias de las dirigencias de los partidos que optaron por una coalición electoral contra el PRI para capitalizar la inconformidad, y desde luego, de los divisionismos de la élite de este último partido.
La ruta seguida no ha sido puramente electoral ni se ha limitado a los acuerdos cupulares, sino que es importante considerar la crisis política, el entorno conflictivo y la incidencia del movimiento social, aún cuando en estos momentos se encuentre desdibujado.
La crisis política no se observa de manera fatalista como la pérdida del orden sino como la apertura y el acelerador del cambio político, aunque este se encuentre lejos de ser terso.
Lo anterior porque no se puede considerar que el conflicto político quedó rebasado con la alternancia y que de manera automática sigue la reconciliación entre grupos de poder y sectores sociales; las últimas noticias nos indican que no es así, que los ajustes de cuentas se siguen cobrando, y en el saldo más reciente se registra el prolongado estado de sitio en San Juan Copala, en la zona triqui, los asesinatos de dos dirigentes de organizaciones sociales, y de otros personajes identificados con operaciones violentas en el escenario conflictivo oaxaqueño.
En algunas entidades de México, y en varios países latinoamericanos, la conflictividad es acicateada por la corrupción de las élites gobernantes y por el acentuado empobrecimiento de la mayor parte de la población.
Ello ha llevado a la gente a tomar las calles y acudir a las urnas para optar por el cambio político, aunque habría que considerar que la alternancia por sí misma no resuelve todos los problemas.
Las deudas con las mayorías son muchas. Hay pendientes con los sin tierra, los sin empleo, los sin papeles, los sin techo, los desplazados, con las mujeres con derechos vulnerados, con los jóvenes que son blanco de grupos de delincuentes y con los indígenas que siguen sujetos a condiciones de exclusión y racismo por parte de los hacedores de políticas públicas.
El conflicto oaxaqueño y su alternancia no constituyen una excepción respecto a los procesos de cambio político que han venido ocurriendo en otras partes del país y de América Latina; con las respectivas particularidades de cada caso, principalmente de aquellos cuyos nuevos gobiernos, locales, subnacionales y nacionales, proceden de manera directa o indirecta de los movimientos sociales.
Con la pretensión de debatir casos particulares en el marco político latinoamericano, podríamos ubicar la experiencia oaxaqueña como parte de una tendencia más progresista que marca una discontinuidad de los autoritarismos, dentro de un subcontinente caracterizado porque la concentración de la riqueza y del poder en manos de una minoría es una de las más altas del mundo.
*Intervención en el “Seminario Los barómetros de la democracia en América Latina”, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, noviembre 2010.
(*) Investigador del IISUABJO