“La corrupción en México es como la peste, donde se ponga el dedo brota pus”.
Decir que todos los mexicanos somos corruptos es una exageración, pero… quién sabe.
La corrupción en nuestro país se ha enquistado en nuestra forma de vida, pues se ha convertido en un patrón de conducta de nuestra cotidianeidad, cuyo resultado lo padecemos en toda su dimensión. No es un problema exclusivo del gobierno, su origen tiene raíces muy profundas en la conformación de nuestra estructura social y representa un arraigo cultural, más que un problema ético o moral.
Desde las instituciones policiacas, sanitarias, educativas, culturales, deportivas, gubernamentales, hasta los medios de comunicación; el soborno, la extorsión y el robo, son los catalizadores indispensables para que funcione el sistema. Es el lubricante para que el engranaje de la vetusta maquinaria pueda seguir funcionando a costa del desgaste de sus piezas, y a cambio de una marcha forzada, encaminada hacia el despeñadero.
En el ámbito gubernamental, los funcionarios entrantes prometen acabar con la corrupción de sus predecesores, pero al cabo de seis años, ostentosamente salen con las manos llenas de dinero y de bienes producto del ejercicio indebido de sus funciones.
Frases populares en el ámbito político como: “Político pobre, es un pobre político” o “no hay general que resista un cañonazo de 50 mil pesos”.
O cuando la vox populi asegura que “toda familia política rica, tiene un ladrón dentro de la casa”, reafirman la convicción cínica y rapaz de gobernantes al institucionalizar la corrupción, y el conformismo y complicidad de gobernado ante tanta ilegalidad.
Curiosamente el sector empresarial es el que más se queja, pero es el que en su mayoría, se vale del tráfico de influencias y del soborno para operar muchas de sus transacciones económicas con el gobierno en turno.
A su vez, la evasión fiscal les permite incrementar sus ganancias y crear empresas fantasmas, para beneficiarse de los contratos obtenidos gracias a sus relaciones con la clase política gobernante. En diversas ocasiones se realizan obras innecesarias, que se otorgan a amigos y parientes para beneficiarse del respectivo porcentaje. Inventan una obra cuyo costo asciende a 100 millones de pesos, con el único objetivo perverso de robarse diez (o veinte o si se puede, cincuenta).
Ingresar a la Universidad, obtener un empleo, conseguir un crédito, ganarse una beca o agilizar un trámite administrativo, requiere en muchos casos, de prácticas ilícitas, cuyo círculo de complicidades, abarca a todos: desde el modesto vigilante, hasta el funcionario de más alto nivel, pasando por académicos, médicos, y todo tipo de empleados y funcionarios.
Por su parte, el ciudadano común y corriente, se involucra en la corrupción al pedir favores en vez de exigir derechos. Se cree víctima de la corrupción, cuando en realidad contribuye a fomentarla.
Casi todos los funcionarios y gobernantes roban, pero, ¿por qué tanto? ¿Por qué esconden la mano que roba, pero no la que gasta?
El tren de vida descarado y afrentoso con que se mueven, bajo el manto protector de la más absoluta impunidad, los hace sentirse seres de otro planeta, cuyo “esfuerzo” requiere, como pago una gran rebanada de la riqueza, o del presupuesto nacional.
La pirámide del poder se sostiene, con la democratización de la corrupción, y ésta a su vez, permite una intrincada red de favores, compromisos y “lealtades” que aseguran la estabilidad política del sistema.
Sin embargo las migajas que recogen las bases, en comparación con lo que hurtan los de arriba, provoca un descontento generalizado, que tiende inevitablemente al resquebrajamiento de los cimientos de tan nefasta estructura sociopolítica.
Por eso es importantísimo refundar los aspectos esenciales de nuestra estructura social, sobre todo desde la bases, desde la escuela, desde la familia, para erradicar estos estilos de vida.
Se ve difícil, sin embargo, ese es el camino: la educación.