Periodismo libre y comprometido

Search
Search
O A X A C A Clima de Hoy

La fata morgana de los pobres

La polarización de la sociedad en las redes sociales es un fenómeno sumamente atractivo debido a su apresurada evolución. Una idea festiva rodea el mundo en minutos a través del internet y, tras un tiempo, la alta exposición a su contenido puede negativizarla —o todo lo contrario.

El usuario está en contacto con tanto material informativo que eventualmente no distingue argumentos sino tendencias, o bien, trending topics.

Se plantea el bombardeo de una función discursiva, de un recurso retórico, y sólo basta un par de clics para que la idea sea difundida y aceptada sin mucha contemplación.

La mayoría carece de la habilidad de identificar que somos los verdaderos culpables de una desinformación mediática, promotores de campañas parciales y, por supuesto, ejemplos de la debilidad crítica y la opinión segmentada. Inclinarse a modelos y defender sistemas ya no implica la naturaleza de la estructura de análisis científico o de rigurosa conciencia, sino de una sociedad que se mueve por los hilos de un apasionamiento visceral: somos hojas mecidas al viento.

No sorprende que, entre el tratamiento sobre devenir de la reestructuración de reformas constitucionales o las desgracias generadas por fenómenos naturales, el distractor más común sea el morbo.

Enfrascados en una ebullición sanguínea, la intención de deportar a una conductora de televisión o de lograr la renuncia de la más alta figura del Poder Ejecutivo, se pierde de vista la raíz del mal, o mejor expresado, se ignora que la constitución de toda sociedad es el ciudadano que retribuye positivamente a la misma.

Una sociedad que no se queja de las deficiencias de su sistema está condenada a sus naturales padecimientos; pero increpar sin cauce o tantear la provocación sin consolidar la denuncia, degenera en la rebeldía sin causa, en la furia sin bandera, y en el oscurecimiento de las verdades y los valores que injustificadamente se pretenden defender.

Culpar a una conductora de televisión de lucrar con la fractura del sistema no debería causar indignación: es un producto; un producto generado por la demanda de su sociedad.

No es la televisión ese ojo maligno que manipula en su beneficio, son sus televidentes incapaces de discernir entre las virtudes de la información o que la buscan por sedante satisfacción. Somos nosotros, los ciudadanos, quienes propiciamos nuestro velo enceguecedor.

Bien acude a defenderla su propia naturaleza: la televisión es un medio técnicamente democrático, uno siempre se puede cambiar de canal, o de lo contrario, puede escoger apagarla.

En un mundo de medios globalizantes, no sorprende hallar fuentes informativas alternativas al alcance de la mano, de la computadora o del teléfono celular.

Pero tampoco aquél que levante la antorcha contra la mediocridad debe verse como redentor.

A lo más que aspira una sociedad mediocre es a parodiar su condición, no a criticarla. La mofa de las debilidades del sistema no necesariamente forma un aparato crítico para evaluar la remodelación de la misma.

Establecer que la televisión es estúpida, que carece de contenido, que genera difusión de material en detento del bien común, parece más una suerte de alegato de frustración que una evaluación argumentada: a fin de cuentas hemos propiciado su naturaleza.

Aquel que ha gozado de un reality show o de un partido de futbol es tan culpable como aquel que no ha buscado generar un entretenimiento ajeno al morbo o al apasionamiento sin juicio.

Durante los años de éxito en que Cristina Saralegui sacudió la televisión en Hispanoamérica, nadie buscó recabar firmas para clausurar su transmisión y, menos, para devolverla a Cuba.

En el presente de la televisión mexicana nadie arremete de la misma manera con Rocío Sánchez Azuara. Y las fórmulas son las mismas que usa Laura Bozzo: un morbo prefabricado, la exposición de las expresiones más bajas de las relaciones sociales y la decadencia de la moral y la dignidad.

Sólo porque un motor seudopatriótico y una supuesta protección de los desvalidos aparece con himno de justicia, la maquinaria de la segregación y el odio comienza a marchar.

De pronto emergen cartas xenofóbicas, enfebrecidas quejas, discursos apasionados sobre el uso indiscriminado de medios gubernamentales al servicio del sistema mediático, quizá alguna que otra videoblogger con efervescencia de intelectual (guarecida tras unos lentes de hipster) dirigiendo una carta abierta con un lenguaje minúsculo —perdonarán ustedes pero es a considerar que una persona que utiliza la palabra “mierda” más de una vez en un mismo discurso, salvo Dominique Laporte, carece de cultura.

Y la polarización, como fragmentos a su imán, brota con fluidez. La sociedad de pronto se vuelca en favor de los aparentes oprimidos, muestra su generosidad y apoyo con aquellos que simbolizan —o juran hacerlo— la lucha contra el malvado y abusivo sistema dominante.

Es todo una fata morgana que omite la autocrítica, una apariencia de los cultivados a medias, de los que aceptan la verdad si viene sólo de uno de los polos.

Están los que creen que es una verdad si es pronunciada de la boca de la Resistencia, de los que critican al Gobierno, de los que están en las calles exigiendo cambios (para bien o para “como estaban”), de los que llanamente succionan la llaga de los defectos de las instituciones o de la arquitectura agrietada del panorama ejecutivo.

Y están, por supuesto, aquellos a los que les da igual: los pesimistas irremediables, esos que son balanceados por las mareas y se van acoplando a los cambios como profesionales del nihilismo.

Están los que hipócritamente pregonaban vaciar el centro de la Ciudad de México durante la conmemoración del Grito de Independencia, pero que vieron al Presidente en funciones por transmisión nacional. O quizá, y es posible, no hay nadie en realidad.

No hay gente luchando en verdad en la calles por reformas justas, no hay gente dispuesta a recibir balas en pro del beneficio general. Porque es muy cómodo y seguro combatir con “likes” y “retweets” desde las trincheras de las redes sociales.

Y eso no cambia nada, pero recarga la pila de la frustración y la impotencia. Son vientos que empujan barco que navega tontamente sin conocimiento de puerto.

Es una marca de ignorancia tanto creer sólo en la información arrojada por buscadores en internet, como contentarse con lo que los medios populares nos ofrecen. Kant y Descartes pasados bajo las aguas.

Porque leer ya no promete medallas de intelectualidad ni trabajar al ritmo del sol arando la tierra es símbolo de incultura.

Somos el resultado de nuestros propios intereses, y encerrados en círculos sociales, en las doctrinas que nos inculcaron, en el peso de la idiosincrasia que nos liberó al mundo, lidiar con nosotros mismos parece lo más difícil de combatir.

Esa fata morgana, esa ilusión de control y rumbo, nos lleva a las profundidades de un mar embravecido. Eventualmente somos merced de las rocas y los abismos… a lo lejos las sirenas cantan. Hemos sido distraídos por las aguas y enamorados por espejismos, y ya no hay retorno.

 

Scroll al inicio