SEATTLE, Estados Unidos, abril 28.- Polvo somos. La muerte nos iguala en su inapelable sentencia, pero aún en ese momento nos diferencia el ritual de despedida a nuestro cadáver.
En Estados Unidos ese adiós engorda una industria multimillonaria que, además de mercantilizar el dolor ajeno, perpetúa la huella contaminante de nuestro paso por el planeta, en un último acto de sumo egoísmo ambiental.
Los funerales convencionales y las cremaciones podrían tener los días contados si el emergente movimiento de entierros naturales se impone en Norteamérica.
Mientras las inhumaciones directamente en la tierra son más propicias en entornos rurales, en las ciudades la falta de espacio y el manejo más complejo de los terrenos exige otra solución.
Una de ellas sería transformarse en compost.
Morir para vivir en un árbol.
Olvidemos por un instante la imagen de extraordinaria belleza que emana de esa posibilidad.
Las mentes más pragmáticas encontrarán también una respuesta en el Proyecto Muerte Urbana (Urban Death Project), una audaz propuesta de la arquitecta estadounidense Katrina Spade.
Un rápido cálculo aporta el primer argumento en favor de la idea de Spade, esto es, convertir los restos mortales en humus mediante la descomposición bioquímica en caliente, conocida como compostaje.
El costo de un entierro convencional en Estados Unidos varía entre 7.000 y 10.000 dólares. La cremación es menos onerosa, pero el precio puede ascender a 4.000 dólares. La factura por convertir a un familiar fallecido en abono rondaría los 2.500 dólares, estima Spade.
Además, ¿por qué contribuir, después de muertos, a una industria valorada en 20.000 millones de dólares, cuyos métodos de mercadeos han sido con frecuencia contestados por grupos de consumidores?
El regreso a la tierra, según el proyecto de Spade, nos permitiría también ser útiles por última vez a nuestro planeta.
Y no se trata de una abstracta causa ecologista. Combatir el cambio climático, sí, pero en el patio de la casa o en un parque citadino.
El Urban Death Project planea la construcción de una edificación de tres niveles, rodeada por una rampa circular por la cual los dolientes ascenderán a la cámara de descomposición.
Allí, luego de una ceremonia de “enterramiento”, el cuerpo será cubierto por virutas de madera, paja y otros materiales orgánicos.
Al cabo de varias semanas o meses, los familiares podrán regresar al inmueble para recuperar el humus generado por la persona fallecida.
El destino de este abono dependerá de sus parientes, sin embargo Spade asegura que será utilizado para alimentar jardines memoriales y arboledas, no cultivos para la alimentación.
La arquitecta, residente en Seattle, ha lanzado su iniciativa en la plataforma de financiamiento colectivo Kickstarter, donde espera reunir al menos 75.000 dólares.
Al mismo tiempo continúa sus investigaciones en el campo del compostaje de restos animales, en colaboración con la Western Carolina University.
Esa técnica ha sido explotada con éxito por granjeros estadounidenses para el manejo del ganado, cuando la causa de la muerte no está relacionada con la enfermedad de las vacas locas u otros patógenos resistentes a las altas temperaturas.
Un adiós ecologista
De acuerdo con el Urban Death Project, el entierro de 2,5 millones de estadounidenses cada año deja una nefasta huella sobre el ambiente.
Más de la mitad de los funerales se realizan mediante el método tradicional, o sea, el cuerpo es embalsamado, dispuesto en un ataúd de madera y metal, que finalmente yace en una bóveda de cobre, acero y hormigón armado.
Esa operación consume 90.000 toneladas de acero en los ataúdes, 17.000 toneladas de acero y cobre en las bóvedas, 1,6 millones de toneladas de hormigón armado y unos 750.000 galones (cerca de tres millones de litros) de formaldehído y otras sustancias químicas.
Con todos esos materiales, explica el Urban Death Project, podría construirse un puente como el Golden Gate de San Francisco y 1.800 viviendas unifamiliares.
En el caso de las cremaciones, el procedimiento genera 250.000 toneladas anuales de dióxido de carbono, el equivalente a las emisiones de 40.000 automóviles, afirma la Funeral Consumer Alliance, de California.
Los cálculos del Urban Death Project elevan esas cifras a 272.000 toneladas de CO2 y 70.000 autos.
Katrina Spade no cuestiona los motivos religiosos que muchos tienen en Estados Unidos para elegir una u otra forma de inhumación.
Pero su idea ha comenzado a hacer ruido, en un momento especial en la historia demográfica estadounidense.
En las próximas décadas millones de baby boomers llegarán a la última estación de sus vidas. La decisión sobre cómo quieren despedirse de este mundo podría abrir el camino a una visión más ecologista de la muerte.