LA MUERTE TIENE PERMISO
“— Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia, queremos aquí tomar providencias. A ustedes (…) les pedimos gracia para castigar al presidente municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia mano…”
En La muerte tiene permiso, Edmundo Valadés describe claramente el nivel de hartazgo de una sociedad contra los excesos de sus gobernantes, la ausencia de justicia, la impunidad acompañada de soberbia de un sujeto que se sabía no sería castigado, la ceguera e inacción de las autoridades, el contexto de pobreza y exclusión de los campesinos.
Hacerse justicia por mano propia, en ese contexto, no parece una alternativa, sino la única salida posible para terminar con las tropelías y reivindicar ese principio de convivencia básica en una sociedad.
El linchamiento de dos jóvenes estudiantes en Ajalpan, Puebla, es reflejo y consecuencia de la crisis del Estado, incapaz de brindar seguridad a sus habitantes, fracaso del sistema de justicia que no castiga a los delincuentes, complicidad de las autoridades que prohíjan impunidad, de un andamiaje institucional que pulula corrupción.
Todo ello en un contexto de pauperización económica, de ensanchamiento de la brecha de desigualdad y de agresivas políticas económicas que hacen más pobres a los pobres y concentran la riqueza en manos propias.
El problema es que, muy lejos del caso al que alude Valadés en su cuento, ahora son inocentes los asesinados. Y el ejemplo cunde. Mientras la pira ardía en Ajalpan, en San Lorenzo Cacaotepec, Oaxaca, intentaron hacer lo mismo con dos detenidos. La oportuna intervención policial los salvó.
La cifra de juicios sumarios populares ha crecido a niveles alarmantes en las últimas décadas como lo muestra un estudio de Raúl Rodríguez Guillén y Norma Ilse Veloz (Linchamientos en México: recuento de un periodo largo -1988-2014-; El Cotidiano, núm. 187, septiembre-octubre, 2014, UAM-A).
Entre 1988 a 2014 se han presentado 366 casos de linchamientos o intento de ellos (13.7 por año en promedio); pero que ha presentado tres momentos de mayor recurrencia: 1997 (27 eventos), 2010 (47 eventos) y 2013 (40 eventos), cuya suma arroja 114 eventos, es decir, poco más de un tercio del total del periodo.
El grueso de estos casos se concentra en siete estados de la República: Estado de México, Distrito Federal, Puebla, Morelos, Oaxaca, Chiapas y Guerrero. Nuestra entidad se encuentra en quinto lugar.
Los hechos se han agravado. Entre el 1 de enero de 2014 y el 19 de octubre de 2015, se han presentado 72 incidentes de este tipo (El Universal, 21/10/2015), de ellos 24 se han consumado. De estos casos, los que mayor número han presentado son Chiapas (6), Puebla (5), Tabasco (4), Oaxaca (4), Estado de México (2).
Y es que las masas en las condiciones de vulnerabilidad descrita, son presa fácil del rumor, el apasionamiento. Es oportunidad de desafiar a una autoridad que las ignora permanente, vulnera sus derechos y se colude con la delincuencia.
Las vestiduras que se rasgan ante esta barbarie, debieran también buscar los argumentos de da curia desatada en casos como la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, las muertes en Tlatlaya y tantos ejemplos de violencia institucionalizada, protagonizada por quienes tiene la obligación de salvaguardar esos derechos que conculcan.
El linchamiento rebasa con mucho el hecho que lo detona. Sus causas son profundas, expresan un hartazgo y una indignación individual y colectiva que se enceguece ante una posible reiteración de un acto múltiples veces vivido y que no se castiga (un robo, un secuestro, una agresión).
Ante la incapacidad del sistema de justicia, los pueblos actúan en legítima defensa. Esos no son los “usos y costumbres” de ningún pueblo indígena de México, es el resultado de la desesperación de cualquier grupo humano ante la ausencia de justicia.
Escudriñar para conocer y entender las causas de los linchamientos no debería conducir a su justificación.
No hay que confundirnos respecto del carácter profundamente brutal, injusto e inhumano del linchamiento, así como de su intrascendencia para resolver los problemas que lo detonan. Pero es necesario tomarlos como un grave síntoma de la descomposición institucional que se ahonda cada vez más.
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