LIBROS DE AYER HOY
Pese a su significado denso, a sus oscuros orígenes y a la fealdad del término, ¿le gustaría llamarse chilango para siempre? No se sabe si la constitución que está en marcha se ocupará de cómo nos llamaremos en el futuro, pero no es un tema menor y debemos subsanar el hecho de que a todos los seres humanos se nos ponga un nombre que a lo mejor no nos gusta y solo tenemos una ley farragosa para cambiarlo en tiempos venideros.
Eso solo se puede evitar con una consulta seria en la CDMX aunque se dice que el asunto es sociológico y se da, por la costumbre. Los millones que habitamos en esta ciudad tenemos derecho a votar o a escoger un adjetivo gentilicio que nos cuadre y que realmente identifique nuestro entorno, nuestros orígenes y nuestra historia, con el nombre.
La llamada Real Academia, la local, lingüistas, antropólogos y especialistas de diverso tipo, se han ocupado ya del término y la verdad es que no queda bien parado. Para unos tiene origen maya, para otro náhualt, pero independientemente de lo que le dio su configuración en el idioma o dialecto original, tiene que tomarse en cuenta el significado moderno.
Esos que se ostentan como chilangos y hacen presunción de ello habrá que preguntarles si tienen el mismo respeto por los indígenas como personas, sus derechos y su inserción social y sin han estado pendientes de la forma como van desapareciendo en el país las lenguas y dialectos indígenas.
Esas lenguas originales tienen una sonoridad limpia y bella en muchos casos, pero también tienen términos feos como todo acontecer hablado que se precie y el término chilango la verdad es que es feo. La versión más cercana y difundida de sus orígenes se remonta al nombre de huachinango – absurdo- que les daban en otros estados por el tono rojizo de la piel a los habitantes del valle, por el frío y la ventisca que los afectaba.
El significado de chilango para algunos expertos es precisamente de donde vienen los colorados, por el tono de ese pez. Otros lo sitúan en las cuerdas que se llevaban a San Juan de Ulúa, delincuentes peligrosos que formaban una fila llamada chilanga antes de entrar al presidio.
Los habitantes originarios de la ciudad de México llaman chilangos a los que llegan a sustraer sus bienes y a robarse sus terrenos y cultivos. Los chilangos en ese sentido son los que llegan, sorprenden, depredan, roban.
En el norte fueron rechazados de tal forma, en algunos casos injustamente, que se escribía en las paredes haga patria mate un chilango – o un guacho, otra deformación atribuida a los soldados como en otros países, donde se les llamaba gringos (greengo)–; incluso un escritor local escribió un libro que mantiene esa connotación y demanda.
Se habla de que se trata de dignificar el gentilicio, pero, ¿queremos que nos llamen chilangos? Al menos yo no. Hay origen oscuro en muchos adjetivos o nombres como el de los gauchos, por ejemplo, que se atribuye indistintamente a voces árabes, portuguesas o quechúas o al calificativo del huérfano o abandonado.
No se sabe a ciencia cierta en que término se inspiró José Hernández para dar a conocer en 1872 su Martín Fierro, llamado en el original El gaucho Martín Fierro y considerado por la crítica como el poema nacional de Argentina.
Los analistas de este largo poema que Jorge Luis Borges consideraba una novela, sostienen que Hernández lo escribió en la decadencia del gauchismo “que no puede vivir entre los blancos porque se siente como el sobreviviente de otra raza, pero tampoco puede vivir entre los indios porque son sus enemigos naturales”.
Esto último se capta en la segunda parte del poema donde Hernández se da vuelo denostando a los indios, habitantes originales, por salvajes y sucios, cuando en realidad se trata de un amplio sector marginado y despreciado por el blanco español que pulula por las amplias tierras argentinas.
Es una impresionante obra, única quizá en el continente acerca de un específico habitante, que relata las andanzas del gaucho Martín Fierro, sus muchas desdichas, sus pleitos y huidas y la intervención de otros personajes que apoyan o se contraponen al protagonista.
La segunda parte que se publicó en 1879, es considerada un retroceso de parte del escritor, poeta y militar que fue José Hernández, no en la calidad ni en el trato lingüístico de la obra, sino en lo ideológico. En ella ya instiga al gaucho, hombre salvaje y libre, a reconocer lo oficial y sumársele.
Las obra que tengo (Edición UNAM 1975), fue dirigida por Rubén Bonifaz Nuño y Augusto Monterroso y pese a sus 372 páginas, solo alrededor de 200 son del poema, el resto es de un largo prólogo, de otro largo vocabulario, indicaciones bibliográficas y notas.
Y volviendo al término chilango que muchos se adjudican en la CDMX y la necesidad de que haya una convocatoria para opinar sobre nuestro nombre, les mando a Martín Fierro:
Les advierto solamente
y esto a ninguno le asombre
pues muchas veces el hombre
tiene que hacer de ese modo:
convinieron entre todos
en mudar ahí de nombre