Pero sí, una ceremonia maquillada y escénica. El espíritu festivo de origen y auténtico estuvo ausente.
Cuando éramos niños –no hace mucho, por supuesto—a mi madre le gustaba llevarnos a la ceremonia de El Grito en Oaxaca o en el gran Zócalo de México si andábamos de visita por ahí.
Para nosotros -a mis hermanos y a mí- esto era una verdadera fiesta y un festín. Era una noche esperada por alegre en la que ‘habría que andarse con cuidado’ porque, se decía, ‘es noche libre y todo mundo hace lo que quiere’… Sí, pero no.
En realidad los demás no pasaban de alguna broma con los ‘buscapiés’ que eran cohetes amenazantes en medio de muchos “¡Vivas!” a México y por ser de México y por el orgullo de ser mexicanos ‘libres, independientes y soberanos.’ Se la pasaba uno muy a gusto y seguro. Uno que otro gendarme andaba por ahí con su tolete para calmar a los que se pasaban de la raya.
Había algarabía. Miles de focos de tres colores emblemáticos que iluminaban nuestros sueños infantiles y recordaban nuestra independencia de los ‘malditos gachupines’.
Se escuchaban por todos lados gritos por la venta de empanadas, buñuelos con miel de piloncillo, tamales de sabores distintos, golosinas, confeti, huevos con confeti adentro, serpentinas, espanta-suegras. Los puestos de comida estaban iluminados con focos de sesenta watts en los que señoras nos ofrecían la cena más rica del mundo con aguas de frutas o téjate. Alguno que otro listillo sacaba su botella de mezcal o tequila y se la zumbaba tan feliz y contento… Nada peligroso…
Sobre todo había una buena convivencia entre todos los que andábamos por ahí de fiesta. Es inolvidable cómo todos nos hablábamos con otros como si nos conociéramos de toda la vida y como si no importara que luego no nos volveríamos a ver nunca más.
Aquellos 15 de septiembre, de antifaces de lentejuelas y leyendas bravuconas escritas al frente y cucuruchos para la cabeza que brillaban como nuestra alegría, eran distintos por queridos, porque los imaginábamos interminables y porque los castillos y los fuegos artificiales iluminaban el cielo sugiriéndonos mundos de colores con futuros felices…
Luego un señor de traje salía al balcón principal del edificio principal y gritaba “¡Vivas!” por los ‘héroes que nos dieron patria y libertad’, tocaba la campana y agitaba la bandera nacional, verde blanca y roja… “que en sus colores aloja la patria en flor soberana”… Y todos emocionados contestábamos lo más fuerte que podíamos con “¡Vivas!” y entonábamos el Himno Nacional siempre muy marciales, como nos habían enseñado en la escuela, con la mano en el pecho, a la altura del corazón… Así era. Así fue.
La noche del 15 de septiembre de este 2016 fue muy distinta. Es cierto. No todo tiempo pasado fue mejor. Pero tampoco todo tiempo presente lo es. ¿Qué pasó? ¿Cuándo se nos fue aquella alegría del cuerpo y cuándo dejamos de sentirnos más mexicanos que una noche mexicana?
Los años y la experiencia marcan vidas. Y nosotros, en México, en unos cuantos años pasamos de la dictadura antidemocrática de un solo partido a la dictadura onerosa de los partidos políticos en una democracia sin consolidarse y a la debilidad de gobierno frente a una sociedad de contrastes y en la que hay violencia criminal confronta, transforma, asesina y se muere en sí misma.
Pero también porque cuando pensamos que los cambios de la alternancia podrían producir gobiernos responsables, dignos, transparentes y democráticos surgió el diablo de la corrupción que el cuerpo político mexicano lleva en sí mismo. Corrupción, desigualdad, impunidad, injusticia social e ingobernabilidad se conjugan con la falta de respuestas y el desdén del gobierno –los gobiernos- hacia los gobernados: la confrontación entre ambos es ahora más evidente que antes.
Algo muy malo ha ocurrido en todos estos años. No por falta de avances científicos y de comunicación inmediata. Es un asunto de estados de ánimo. Hoy más que antes estamos indignados en México, en un punto en el que la sociedad se mueve por inercias en tanto que el gobierno –los gobiernos intentan sobrevivir en un ambiente enrarecido por ellos mismos.
El Zócalo de la CdMx la noche del 15 de septiembre estuvo acotado. Sólo se cubrió esa enorme plancha de concreto con miles de acarreados, traídos sobre todo del Estado de México y de Hidalgo en camiones que ocuparon largas cuadras alrededor de la plaza de la Constitución. Fue gente traída para que gritara “¡Viva!” cuando el presidente también lo hiciera… Pero no hubo fiesta. No hubo alegría auténtica. No hubo ese “¡Viva!” que hinchaba el pecho. Sí, acaso, “vivas” desangelados”, “descafeinados”, sin sabor y sin ánima…
Fue una ceremonia maquillada y escénica. El espíritu festivo de origen y auténtico estuvo ausente. Hay mucho de incomunicación y desprecio ahí… Y eso no puede ser bueno, de ninguna manera…
Como asimismo ocurrió en Oaxaca. Una ceremonia desangelada. Sin emoción y si con ganas de gritarse unos a otros las verdades guardadas durante casi seis años. Un gobernador incómodo en un momento para él incómodo y una sociedad que se siente incómoda porque no está en sí misma y no está con el todo cumplido para todos que se le prometió…
En tanto que CNTE y grupos que se les han colgado en sus demandas confrontan a gobierno y a sociedad generando un ambiente social de coraje en su contra, soterrado y con más indignación que desgano. Eso ocurrió ahí… en la tierra de Juárez, el del respeto al derecho ajeno y la paz…
Digamos que en muchos lugares del país este año la fiesta no fue fiesta y hubo Gritos, pero sin aquel grito de amor patrio y amor por la vida y amor por lo que se vive y por lo que se espera de esa vida en comunidad y en lo individual. En fin. Que para fiestas estamos.
@joelhsantiago
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Tomado de: http://lasillarota.com/la-fiesta-que-no-fue/Joel-Hernndez-Santiago#.V-WnCJpX-M9