+ Historias de los días más criminales con el Agave, con el cual había que departir como todo un maldito
OAXACA, OAX., noviembre 29 de 2020.- “Mejor cómprense un libro, dura más que una botella”, leí que dijo un funcionario equis porque en “El Buen Fin” uno de los productos más vendidos fue el licor.
Además de pensar que era un comentario muy hipócrita, de inmediato me dio ganas de contar lo siguiente:
Eran mis días más criminales con el mezcal. Ya saben, me sentía muy lowryano y pensaba que aquel, el mezcal, era un asesino, como apunta el inglés más oaxaqueño en alguna página de “Bajo el volcán”, con el cual y por lo mismo había que departir como todo un maldito.
Tomaba diario todo el mezcal que me cupiera y trabajaba en “Adiario” —un periódico oaxaqueño gratuito— como freelance.
Diría que fue mi mejor época de reportero en Oaxaca. Andaba conociendo cuanta cantina y escribía libremente sobre cualquier tema, sin limitarme a esa camisa de fuerza cada vez más insustancial que era —es— la Alta Cultura del Centro Histórico, tan predecible como aburrida.
Una combinación que puede resultar realmente rica y satisfactoria, esa de cantinear y reportear, digamos que por la carga contracultural que conlleva.
Andaba en esos años 2006 y 2007 obsesionado por releer a César Vallejo, un poeta que yo inscribía en una vertiente que tanto seguí como 20 años: la de autores como Dostoyevski, Thomas de Quincey, Baudelaire, Rimbaud, Henry Miller, William Burroughs, los beat, Bukowski.
Sobrio, pasé a La Proveedora a ver cuánto costaba “Los heraldos negros”. Estaba carito. Así que me dije: “¿mezcal o libro?”
—Mezcal— me contesté, y me fui a El 20.
El 20 era la vida en ese tiempo —quién sabe ahora, supongo que es igual—. Para mí significaba una lectura real de la vida oaxaqueña, contrastante con la artificial imagen turístico-cultural que terminó por imponerse —Oaxaca ahora es una marca, dicen por ahí—, con sus personajes de carne y hueso, el afilador de cuchillos, el ingeniero, el albañil, el presidente municipal de pueblos cercanos y lejanos, los gays, las exprostis, la efervescencia de los profes de la 22 que ahí fraguaban batallas.
En aquella ocasión, pues, tomé y se me borró la cinta. Como solía ocurrirme, desperté hasta al otro día en mi cuartito de tabique rojo. Me ubiqué e instintivamente volteé al mueble de la compu: ahí estaba nuevecito el libro de Vallejo.
Al final, fue libro y mezcal.
Ironías de la vida, ahorita sería más fácil y barato comprar un libro —encuentra uno clásicos a 20 pesos— que un mezcal tradicional, que está escaso y bastante caro.