MÉXICO, D.F. (Proceso).- Los resultados del referéndum en la península de Crimea a favor de la integración a Rusia y la rápida decisión de Putin de formalizar dicha decisión son señales de un cambio profundo en las relaciones de poder internacionales.
Después de algunos años de entendimiento relativo entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia), el mundo enfrenta ahora diferencias entre ellos que, de no contenerse, pueden tener consecuencias graves para la paz y seguridad internacionales.
Los Estados Unidos y países miembros de la Unión Europea no reconocen la validez jurídica de la anexión. Se han pronunciado, por lo tanto, a favor de la imposición de sanciones económicas a Rusia; de su parte, Alemania ha decidido suspender la cooperación militar con ese país.
Según declaraciones, las represalias irían en aumento en caso que Putin incursione militarmente en el este de Ucrania o insista en la deslegitimación y acciones para el debilitamiento del actual gobierno de Kiev.
Ahora bien, la imposición de sanciones, sus características y alcances no son asunto fácil para los países involucrados; tampoco lo es valorar los costos políticos y económicos en que incurren tanto quienes las aplican como quien las recibe.
En Estados Unidos el asunto es crucial para el presidente Obama. La crisis de Crimea viene a dar mayores argumentos a sus feroces opositores en el partido republicano, quienes consideran su política exterior errática, titubeante y motivo para la pérdida de prestigio de Estados Unidos en el mundo.
Desde su perspectiva, el desdeño con que ha contemplado Putin a Estados Unidos se origina en los errores de Obama; tal punto de vista será utilizado para debilitar aún más al Ejecutivo y prepararse para ganar terreno en las elecciones intermedias que se avecinan.
Esto no significa, sin embargo, que Obama tenga mucho campo de maniobra para actuar de otra manera.
Forzar la dureza en materia de sanciones, que los republicanos exigen, es algo que Estados Unidos no puede decidir sin tomar en cuenta la opinión de los países europeos.
Allí la situación es distinta, en parte por los vínculos económicos más importantes que existen con Rusia, en parte por la dependencia de Europa occidental de los hidrocarburos procedentes de ese país. Para los europeos, el acento debe estar en la negociación diplomática; es decir, el diálogo entre el gobierno de Rusia y el de Ucrania por una parte, y, por la otra, entre los principales líderes del mundo occidental y Putin.
Hasta ahora, la actitud de Putin, reflejo de su personalidad y bien conocida exaltación del nacionalismo ruso, ha sido la de colocar al mundo frente a decisiones tomadas e implementadas con notable rapidez.
Su ya famoso discurso del 18 de marzo revela hasta dónde la legitimidad de tales acciones descansa en una serie de resentimientos y agravios que Rusia, en palabras de su dirigente, ya no está dispuesta a tolerar.
Los efectos positivos de ese discurso reivindicatorio tienen un límite cuando se toma en cuenta la débil situación económica del país y el descontento social.
Rusia tiene un PIB que apenas equivale al de Italia, su población decrece, su crecimiento económico depende casi exclusivamente del petróleo y hay frecuentes manifestaciones de descontento entre la población por sus políticas autoritarias. En otras palabras, hay límites internos a los desplantes que puede tomar Putin.
Por lo pronto, lo que ya es una realidad es el rompimiento de reglas y sobreentendidos que parecían válidos desde el fin de la guerra fría. Dentro de ellos se encontraba el respeto a las fronteras de las exrepúblicas soviéticas y el acatamiento de principios de derecho internacional, como la prohibición del uso de la fuerza en contra de la integridad territorial de un Estado.
Ucrania había vivido cerca de 25 años como estado independiente en que la península de Crimea formaba parte de su territorio. La presencia de fuerzas militares rusas que antecedieron el referéndum permite afirmar que se trató de una intervención contraria a principios establecidos en la carta de la ONU.
Sin embargo, Rusia no fue la primera en violar dichos principios. Esto ocurrió en 1999, cuando las fuerzas de la OTAN bombardearon Serbia, sin la autorización del Consejo de Seguridad, como manera de presionar para la independencia de Kosovo.
Putin lo recuerda poniendo en evidencia lo mucho que aquel asunto quedó en el imaginario ruso de humillaciones y lo cierto que es la utilización de dobles raseros por parte de los países occidentales.
Sea como fuere, por lo pronto es urgente frenar el escalamiento de tensiones, tener presente los riesgos de llegar a situaciones límites que pudiesen desembocar en enfrentamientos militares entre países que tienen armas nucleares. Igualmente importante es evitar que esta crisis contamine procesos que están en marcha, como los acuerdos entre Rusia y Estados Unidos para reducción de arsenales nucleares, o las complejas negociaciones sobre temas tan difíciles como el programa nuclear de Irán o la guerra civil en Siria. Hasta ahora, los dirigentes de una y otra parte parecen entenderlo así.
Desde hace años se hablaba de la recomposición del poder mundial; esto ya es un hecho. Hay muchos síntomas que confirman hasta dónde la unipolaridad que siguió a los primeros años del fin de la guerra fría pertenece al pasado.
Un poder al que se quería relegar a segundo término, como Rusia, ha decidido reconquistar un espacio en lo que concierne a asuntos situados en los límites de Europa y Asia. China ha decidido apoyarla y otro tanto ocurre con un importante país asiático como lo es la India.
Decidir hasta dónde y cómo ejercerá Rusia su influencia será el resultado de complejas negociaciones y de la manera en que la situación interna de todos los países involucrados les permita avanzar. Momentos de transición llenos de riesgos.