MÉXICO, D.F., junio 17.- “Cuando llega la fama a los muertos los endiosan, les borran su esencia humana, se olvidan de los defectos y enaltecen sus virtudes. El artista que dedicó toda su vida a expresar su humanidad se vuelve más inhumano que nunca, un icono, un busto de bronce cacarizo por el polvo del tiempo, y entre más años pasan, más terreno ganan los comentarios de otros, se vuelve famoso hasta el amigo del primo del muerto, y la obra, el trabajo, debe lograr conservar ese sentido, esa inocencia inicial de sus colores”, reflexionaba Rodolfo Morales en entrevista en 1994.
Nacido el 8 de mayo de 1925 en Ocotlán de Morelos, Oaxaca, y fallecido el 31 de enero de 2001, el artista es considerado uno de los más importantes del panorama plástico mexicano del siglo XX, Rodolfo Morales, será recordado y su abra revalorada en el festival organizado en su memoria en Oaxaca, que se llevará a cabo del 18 al 22 de junio.
Desde 1992 el pintor estableció la Fundación Cultural Rodolfo Morales A.C., institución al rescate del Patrimonio Arquitectónico y Cultural de los Valles Centrales de Oaxaca; a la restauración de monumentos históricos; a la promoción del arte popular, la música y las artes escénicas; a la preservación de las tradiciones y el apoyo a obras sociales, además de organizar, con el apoyo del Conaculta, el Festival Rodolfo Morales que reúne a las galerías de Oaxaca, al lado de otras expresiones artísticas y culturales.
La inclinación de Rodolfo Morales por los pinceles comenzó a una edad temprana, casi como el vínculo para reconocer las dimensiones de ese extraño mundo que lo rodeaba.
Descubrió desde joven que la pintura no siempre se plasma en trazos lineales, que es a veces más bella si no es tan perfecta, sólo en esa forma muestra su humanidad, su hechizo, las manos manchadas de aquel que se atrevió a crearla.
Admirador, según contaba, de las valquirias, diosas y musas que le quedaron a deber noches de insomnio y le obsequiaron algunos cálidos sueños, se quedó con los deseos de conocer a María Izquierdo, “una hermana cuyos trazos lo inspiraron durante muchos años”.
El ABC para conocer a Morales podría resumirse en esta forma: curiosidad y sueños contenidos en lienzo; mujeres, cuya presencia en la realidad o la evocación lo convirtieron, según sus palabras, en hijo pródigo de ese eterno femenino descrito por Goethe; y por último, trabajo, esa exquisita condena que a la manera de un obrero del arte lo llevaron en principio a mirar la pintura como “un oficio”, como el proceso de búsqueda para encontrar el significado de esa palabra llamada arte.
“Un pintor es aquel que puede hacer trazos precisos, pero un artista, ¡ah, eso es algo muy diferente! Un artista es aquel que además de pintar puede expresarse con perfección”, afirmaría alguna vez Morales, evidenciando la clave para responder aquella eterna pregunta, trastocada entre la realidad y la metafísica, entre la filosofía y los aforismos mexicanos salidos del mezcal, la cerveza y el tequila.
De niño solía acudir a una peluquería de su pueblo donde había de dos cortes para escoger: a la sacristán o de casquete corto, estilo bacinica. Sería ahí donde el niño Morales hojearía regularmente las revistas donde aparecían fotografías de algunos cuadros famosos.
Era como leer un lenguaje escrito con todos los elementos existentes. Se dio cuenta de que un buen cuadro puede evocar incluso la música y las palabras…, “en realidad es siempre más que las palabras”.
Desde entonces comenzó a hacer trabajos manuales con pedazos de madera, con plastilina, con acuarelas y canicas. Le gustaba participar en la decoración de los altares de la iglesia de Ocotlán.
Cuando llegó la década de los cuarenta se empeñó en un antiguo anhelo: decorar una iglesia. Sin embargo, tras un largo peregrinar, aquel sueño no se cumpliría, dejando en claro que aún había un gran tramo por recorrer.
En 1947 se enteró de que en la capital existía una Escuela Nacional de Artes y sin tener más idea que la de seguir aquel “oficio de pintor” decidió emprender el viaje.
Decía no tener la más mínima idea del tejemaneje de las exposiciones ni de la obra aceptada comercialmente, lo único que deseaba, según recordaba, “era trabajar como artista”.
La Ciudad de México marcaría su inclinación hacia la libertad de los trazos, aún con las ideas ortodoxas de la época; en la capital encontró un medio para expresar su estilo. Aquella época de estudiante la mencionaría en varias entrevistas como una de las más felices.
“Existía una especie de electricidad en el aire, un espíritu de cambio y búsquedas creativas, todos los estudiantes querían revolucionar el mundo del arte”, decía.
Fue en esa etapa cuando conoció la obra de Rufino Tamayo en una exposición montada en el Palacio de Bellas Artes y desde entonces comenzó a sentir una gran admiración por su paisano.
Cuando concluyó sus estudios de pintura en 1953 dedicó su tiempo a impartir clases de dibujo y pintura en la preparatoria No. 5, una actividad que se alargaría por más de 32 años.
Como maestro, Morales se convirtió también en su propio alumno. Presenció los diferentes estilos que las nuevas generaciones intentaban desarrollar y también se dio cuenta que es imposible “enseñar a pintar”, que los elementos didácticos más importantes en este campo son dar libertad y motivación al alumno.
Durante muchos años, combinando aquella docencia, se dedicó a pintar lo suyo, a descubrir ese estilo que era como “quitar capas a la cebolla”; el que con colores y trazos, desenterrando cada día formas de la conciencia, lo acercaba más a ese núcleo personal, ahí donde se encuentra “el yo que siempre ríe, el que siempre está contento, el que no hace alardes ni envidia a nadie”, comentó Morales recordando esa primera exposición individual en 1973.
Durante más de diez años expuso en las galerías más importantes y su obra comenzó a formar parte de las principales colecciones. Sería en 1985, un día después del temblor de septiembre, cuando empacaría maletas y regresaría a su natal Ocotlán, a su antigua casona de dos patios construida en el siglo XVIII. Desde su estudio de pintura había una excelente vista de todo el pueblo. Contaba con un segundo estudio o taller donde guardaba todos esos objetos que había recolectado en sus viajes y que servían para elaborar sus conocidos collages.
También durante varios años, como lo resaltó la prensa, además de su agonía se dedicó a invertir las ganancias de su éxito pictórico en su pueblo y su gente.
A través de la fundación que lleva su nombre, aquel viejo sueño de adornar una iglesia se convirtió en uno de los proyectos más ambiciosos emprendidos por un artista independiente.
Desde 1992 la fundación realizó la restauración de diversos inmuebles en los valles de Oaxaca, como el ex convento de Santo Domingo de Guzmán, la capilla en el cerro de San José, cuatro casas del siglo XVIII en el Centro Histórico de Oaxaca, los templos de San Jacinto Ocotlán, Santa Ana Zegache y San Jacinto Ocotlán, la capilla de San José Progreso, los templo de San Pedro Taviche y el de San Baltazar Chichicapam, el atrio de San Felipe Apóstol, además de la creación de la Casa-Centro Cultural en Ocotlán y la creación de un vivero comunitario en el área de Santa María Tocuela.
Poco antes de su muerte, Rodolfo Morales tenía previsto presentar una biografía titulada “El señor de los sueños”, además de una exposición en el Museo de Arte Moderno, que le rendiría un homenaje por sus cinco décadas de pintura.
“Uno no sabe cuándo se va a terminar el camino, por eso es importante llenarlo de color, de texturas, de una magia y una mitología propia, porque eso es lo único que nos llevamos, la satisfacción de haber construido un reino, un mundo propio, que a cada vistazo con la luz de la mañana o en esas noches de soledad, nos devuelva una sonrisa, porque está hecho de lo mismo que nosotros”, expresó Rodolfo Morales en unas de sus últimas entrevistas.