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Crónicas de lo absurdo: alguien quiso y no pudo alterar la burocracia médica

–¿Sabe qué, señor?, usted no tiene Seguro, y el doctor dice que no lo puede atender. Debe ir al Civil, porque si lo atendieran aquí le costaría muchísimo dinero. Aunque lo hayan enviado aquí.

Lechosa y fría, la luz –¿o es la voz de la asistente médica?— inmóvil de las 11:23 de la noche queda suspendida en mi oído. Casi pena la suya, pero debe cumplir su trabajo. Y se queda de pie frente a ellos un momento. Mira al niño. A los tres.

* * * * * * *

Hacía muy poco habían llegado.

Quedos. Suaves. Posiblemente hermanos, dos muchachos indígenas, burdos, sucios de esa mezcla de cal, cemento y tierra que delata a los obreros de la construcción. Uno de ellos cargando a un pequeño de acaso ocho o nueve años, moreno y desnutrido, de mirada temerosa y vendado del pie derecho. Que lo hace ver más desvalido aún, si esto es posible.

Una cobija vieja, su morral y una bolsa sucia de nylon con dos panes aún frescos cargan consigo. Y el más joven deposita al niño en una butaca de la sala de espera.

Quieto, muy quieto, el niño espera. Sentado. Mientras el pie vendado le cuelga, desproporcionado y culpable.

Después de hablar tímidamente con la asistente médica encargada del turno nocturno en la recepción de Urgencias del IMSS y mostrarle una hoja escrita vino la espera, mientras ella va a hablar con el médico de guardia y expone el caso.

–Usted sabe, son las normas.

No tarda mucho.

* * * * * * * * *

¿Qué puede hacer? Después de pensarlo un poco recoge sus huaraches –que se había quitado para descansar o para no hacer ruido, yo no sé— aún embarrados de mezcla y lodo y va al consultorio que le señala la asistente médica.

Después vuelve despacio, y quien lo ve no adivina si algo logró, o lo que piensa.

Pero no. Las normas son normas, y están para ser cumplidas.

Ya hablan quedo entre ellos. ¿Costará mucho atenderlo? Pero, ¿cómo?

Entonces, una enfermera entrada en años –la jefa, al parecer– que había observado su llegada y el diálogo les pide la hoja que traían y se dirige al consultorio para hablar –supongo, quiero creer— con el médico que no había aceptado atenderlos.

Tarda un poco. Regresa.

–No pude hacer nada— dice. Y se nota en su rostro que en verdad le apena, mientras los dos muchachos lo aceptan pasivamente. No saben por qué, no conocen las reglas, su pasiva respuesta puede ser conformismo o torpeza. Lo mismo da.

Sin embargo…

–La ambulancia los va a llevar al Hospital Civil— les dice, y se va. Ellos asienten. ¿Qué más?

Aunque creo que algo pudo hacer: conseguir la ambulancia, al menos. De otra manera, ¿cómo se irían los tres? ¿Caminando? ¿Tendrán dinero para pagar un taxi? ¿Sabrán dónde está el Hospital General –que no Civil–? ¿Atenderán al niño? De ser así, ¿cuánto les costará?

Es sólo una enfermera.

Parece que concluye su atención paramédica. Pero no. Regresa. Y trae una pequeña bata de hospital para el niño, pues se dio cuenta de que tiene frío, y aunque la noche es tibia ya pidió tímidamente a sus hermanos una luída camisa para cubrirse, a falta de suéter.

Y yo –-y los demás testigos silenciosos— sé que el reglamento interior no permite regalar ropa del hospital. Pero todos callamos.

Aunque al chofer de la ambulancia que los trasladará no le parece urgente el caso, pues primero debe sacudirse la modorra de quien fue despertado a fuerza, los sube.

Algo pensamos cuantos escuchamos todo. Tal vez lo mismo.

Alguien quiso –-y no pudo— alterar la burocráticamente inhumana maquinaria médica. Afuera, la madrugada empieza….

 

noviembre 2010
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