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Libre competencia y competitividad

Por lo que se puede colegir de los medios informativos, parece que hay acuerdo entre los grupos de poder en que los problemas de nuestra economía y sus graves repercusiones sociales (como la gran pobreza que se abate sobre millones de mexicanos), sólo admiten una solución posible: el cambio del actual modelo económico.

Y no es de menor relevancia el que, con esta conclusión, estén de acuerdo quienes han o hemos sido víctimas del modelo “agotado”, pues ello prueba que, en su formulación más general, el diagnóstico es esencialmente correcto.

Sin embargo, la pregunta clave es: ¿estamos también de acuerdo en el modelo que debe sustituir al actual? A poco que rasque quien quiera hacerlo, se dará cuenta de que no es así; que, a diferencia de lo que ocurre con la respuesta general, aquí cada quien tiene en mente un modelo diferente, acorde con sus intereses personales o de grupo, sea éste político o económico.

En efecto, los estratos superiores de la pirámide social quieren un esquema que, en sus grandes líneas y propósitos, difiera poco del actual; propugnan el mismo modelo neoliberal pero totalmente libre de los escasos restos que aún le quedan de “intervencionismo” estatal, tanto en el terreno de las inversiones como en materia de justicia social.

Exigen que el gobierno deje al libre mercado cosas que hoy todavía no son una mercancía (al menos en parte), por ejemplo, la medicina, la educación, la vivienda, el agua, la basura, las comunicaciones terrestres, aéreas y electrónicas, el petróleo, el gas, etc., etc.

También piden una legislación que dé “mejores condiciones” a la empresa privada, tales como precios especiales en los insumos que aún ofrece el gobierno (agua, electricidad, gas, petróleo); que se sigan construyendo “parques industriales” gratuitos; que “se hagan más atractivas” las políticas fiscales blandas para “no ahuyentar a los inversionistas”, sobre todo extranjeros, etc., etc.

Todo esto y más, que sería largo enumerar, se justifica dando por hecho que el nuevo modelo debe perseguir, como el actual, el crecimiento de la inversión sin importar su origen, y la elevación “sustancial” de la productividad, es decir, de la capacidad de las empresas para producir más y mejores satisfactores en la misma unidad de tiempo, sin elevar sus costos de producción, es decir, sin elevar los precios de sus mercancías, sino, por el contrario, bajándolos lo más que se pueda para ser “competitivos” en el mercado mundial.

Se piensa, pues, en el mismo modelo exportador para provecho de los grandes inversionistas, y por eso son piezas claves del mismo “una verdadera reforma fiscal” y una “verdadera reforma laboral”, es decir, menor carga impositiva para las empresas y eliminación de todo derecho laboral en favor de los asalariados.

Según esta visión del problema, la única manera de elevar la productividad y la competitividad, tal como lo reclama la política exportadora, es a costa de los ingresos del gobierno y de los niveles de vida de las familias obreras.

Obviamente, las víctimas sacrificiales no piensan lo mismo. Para ellas, antes de pensar en exportar deberíamos satisfacer, primero, las necesidades de las grandes mayorías nacionales que son, además, las productoras directas de la riqueza.

Contra esto, he oído y leído que se trata de un anacronismo aberrante, puesto que en el mundo de hoy ya no hay lugar para “nacionalismos trasnochados” ni para el desprestigiado “proteccionismo” económico.

El “gran beneficio” del libre comercio, se dice, lo que lo vuelve indispensable para países como el nuestro, es su capacidad de obligar a las empresas nacionales ineficientes a ponerse a la altura de las mejores en el mundo.

La competencia efectiva es la madre de la competitividad. Por eso las economías cerradas, dicen, al eliminar la competencia, hace empresarios incapaces y parásitos y generan, por tanto, rezago, subdesarrollo y pobreza.

Pero si fuera así, habría que aceptar que los países hoy desarrollados se lanzaron a la conquista del mercado mundial movidos por su deseo de “aprender”, de hacerse competitivos bajo el fuego de sus competidores.

Esto contradice flagrantemente la historia económica, pues ella demuestra que, cuando las grandes potencias actuales salieron al mundo, ya eran las más competitivas; que fue precisamente esa competitividad la que las llevó a saturar su mercado interno y las empujó, con fuerza irresistible, a saltar por encima de sus fronteras nacionales.

Esto demuestra, de modo irrefutable, que la productividad es la madre y no la hija del mercado mundial; que se puede ser productivo en una economía volcada, por razones históricas, hacia su propio mercado interior, siempre y cuando que haya el interés y el propósito de hacerlo.

En México, lo que ha impedido que esto ocurra ha sido el contubernio político entre gobierno y empresas, que no es lo mismo que el proteccionismo económico con acento patriótico y popular.

El proteccionismo político mexicano se manifestó en la tolerancia de prácticas monopólicas que pusieron a las empresas al abrigo de la competencia de sus pares nacionales; en la transfusión, que dura hasta hoy, de ingentes recursos públicos al sector privado, disfrazada de todas las maneras posibles; en los enormes privilegios fiscales que tampoco son cosa del pasado y, de modo preponderante, en el control salarial y el deterioro constante de los niveles de vida de la clase obrera.

Por eso, y no por el carácter nacionalista del modelo, se formó un empresariado poco emprendedor, nada dispuesto a mejorar su tecnología y más inclinado al derroche que a la inversión productiva. Si todo eso se elimina, regula o racionaliza, un sano nacionalismo económico puede ser la salvación del país.

Por lo demás, nadie en su sano juicio postula un aislamiento total de nuestra economía; debemos exportar porque necesitamos comprar al mundo, pero debemos hacerlo teniendo en cuenta los intereses de todos y no sólo los de las grandes empresas exportadoras asentadas en nuestro país.

(*) Dirigente del Movimiento Antorchista Nacional.

 

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