Como he dicho ya, con motivo de la protesta que los antorchistas mantienen frente al H. Ayuntamiento de la ciudad de Puebla en demanda de que se atiendan sus carencias en materia de energía eléctrica, agua potable, pavimento para algunas calles, educación, salud y mejoramiento de la vivienda entre otras, ha caído sobre sus cabezas una catarata de ataques mediáticos cuyos autores, sin preocuparse en lo más mínimo por ocultar su carácter de mercenarios al servicio del alcalde poblano, el panista Eduardo Rivera Pérez, compiten entre sí para ver quién se lleva el primer lugar en habilidad para cambiar y distorsionar la verdad de los hechos; para encontrar los calificativos más agresivos e insultantes con que degradar y descalificar a los manifestantes y a sus dirigentes; para idear, en fin, “el argumento más eficaz” que convenza a la opinión pública de lo dañino y reprobable de la protesta y lo justo, plausible y racional de la conducta de los gobernantes que se niegan a atender demandas que son de su entera competencia.
Se busca, con todo ello, pavimentar el camino a la represión y al uso de la fuerza en contra de un importante destacamento del pueblo organizado.
De entre todo este florilegio, he escogido el reclamo que me parece más trascendente porque ilustra cómo se mira y se analiza el problema de la pobreza desde las más altas cúpulas del poder político y económico, en Puebla y en el país entero, y cómo, por tanto, pretenden resolverlo según se trasluce de lo que publica la jauría mediática al servicio de esos poderes.
Me refiero a las declaraciones de uno de los organismos más representativos de la clase adinerada en Puebla, en las que se queja, primero, de que por culpa de la protesta antorchista y de la competencia (?¡) que les hacen los vendedores de fritangas, golosinas y baratijas de todo tipo, que se cobijan bajo esa protesta, los respetables comerciantes “establecidos” han sufrido pérdidas millonarias; y segundo, de que la mugre, los fétidos olores y la ostensible pobreza de las carpas con que se protegen del sol, el frío y la lluvia los manifestantes, “afea” a tal grado el centro histórico de Puebla, que asquea y ahuyenta al turismo.
Tales quejas, como era de esperarse, han recibido el respaldo y la amplia difusión de los mercenarios de la pluma antes aludidos, alguno de los cuales, de cuyo nombre no quiero acordarme, hace el ridículo relatando su “propia experiencia” al visitar el zócalo poblano.
¡Muy bien, señores de olfato, vista y gusto tan exquisitamente educados, que con razón se asquean, indignan y denuncian a la roñosa plebe que les ensucia el aire y sus bellísimos espacios públicos; tienen ustedes toda la razón cuando dicen que los pobres son feos, sucios y malolientes! Pero permítanme hacerles algunas preguntas inoportunas: ¿se han preguntado, aunque sea por casualidad, de dónde surgen esas masas sucias, fétidas y harapientas que les provocan una incontenible revulsión estomacal? ¿Se han dado cuenta de que la pobreza no es sino la otra cara de la riqueza de la que ustedes gozan o a la que ustedes sirven; es decir, sólo el reverso de la medalla que ustedes lucen tan orgullosa como públicamente? ¿Saben que es la imprescindible condición para que puedan existir el lujo, la vida regalada y el gusto exquisito de que hacen ustedes gala, o sea, que sin ella ustedes no existirían tampoco? ¿Han entendido, siquiera sea superficialmente, que los “asquerosos” vendedores de fritangas, dulces y baratijas son el resultado fatal de la ausencia de empleos y de salarios decorosos, que es, a su vez, un deber inexcusable de quienes acaparan la riqueza social (o sea, de ustedes) para justificar su propia existencia como clase? No.
No creo que hayan meditado en estas verdades elementales, porque si lo hubieran hecho, cuidarían más sus palabras y moderarían su arrogante condena a las acciones de legítima defensa de los pobres y desempleados; y no lo creo tampoco porque semejante ceguera social, económica y política no es casual ni exclusiva de ustedes, sino característica esencial de todas las oligarquías que en el mundo han sido, cuando menos desde los albores mismos de la sociedad capitalista, productora de mercancías.
Doy algunos botones de muestra de esto último. John Locke (1632-1704) respetable filósofo empirista inglés y padre, junto con algunos otros sabios, de la doctrina liberal, arma y escudo de la burguesía capitalista, escribió en su momento sobre los pobres de Inglaterra (que ya formaban legión): “es necesario intervenir de manera radical y drástica en un área infectada de la sociedad, que está en continua expansión (es decir, que para el ilustre pensador, los pobres no eran resultado y premisa de los ricos y su riqueza, sino una peligrosa infección social que había que extirpar por cualquier medio).
Ya a partir de los tres años (¡de los tres años!) conviene poner a trabajar a los niños de las familias que no son capaces de alimentarlos. Además, se debe actuar con respecto a sus padres […] se trata de frenar y circunscribir la mendicidad.
Los mendigos tienen la obligación de llevar un distintivo obligatorio; para vigilarlos e impedir que puedan ejercer sus actividades fuera del área y el horario permitidos, habrá un cuerpo especial […] sería bueno que aquellos que hayan sido sorprendidos pidiendo limosna fuera de su parroquia y cerca de un puerto de mar (como se ve, a Locke también le indignaban la fealdad de los pobres y el mal efecto que producían “en el turismo”), fueran embarcados por la fuerza en la marina militar (en aquella época, esto equivalía casi a una sentencia de muerte) […] si después descendieran a tierra sin permiso, o bien se alejaran o se detuvieran en tierra más del tiempo permitido, serán castigados como desertores, es decir, con la pena capital”.
Otro piadoso inglés, el economista Nassau William Senior, principal inspirador e impulsor de la reforma laboral inglesa de 1834, estatuyó en ella que todos los pobres y sin trabajo debían ser recluidos, por la fuerza si era necesario, en las workhouses (casas de trabajo), de las cuales el propio Senior reconoce “la naturaleza esencialmente esclavista de las relaciones vigentes” dentro de ellas.
El conocido escritor inglés Daniel Defoe dijo de la workhouse del puerto de Bristol que había “llegado a ser tan terrorífica para los mendigos, que ahora ninguno de ellos osa acercarse ya a la ciudad (la “afeaban”, naturalmente).
Engels escribió sobre el mismo tema que “los pensionados de tales establecimientos se confiesan voluntariamente culpables de cualquier delito a fin de que se les envíe a prisión” (es decir, que preferían el calabozo a las piadosas workhouses de Senior).
Historiadores modernos agregan: “es más, numerosos indigentes preferían morirse de hambre y de enfermedades antes que someterse a una casa de trabajo”.
Alexis de Tocqueville, el cantor por excelencia de la democracia norteamericana, dice sin ambages que “cuando la [industria] es prospera, atrae a un gran número de obreros que, en los momentos de crisis, se hayan sin trabajo”.
A pesar de lo cual concluye: “vemos así que el vagabundeo, que nace del ocio y del robo (¡¡Tocqueville, pues, le ganó la delantera a los “analistas” poblanos de los medios!!) –que a su vez, la mayor parte de las veces es la consecuencia del vagabundeo- son los delitos que, en el estado actual de la sociedad, experimentan la progresión más rápida”.
Así, Tocqueville demuestra, sin proponérselo, que el ocio y el robo y su acelerado crecimiento nacen de la crisis de la industria y de la consecuente falta de empleo (“vagabundeo”, según él).
Con todo, después de aprobada la ley de 1834, las workhouses se atestaron con tantos que huían de la muerte por hambre que, para ahuyentarlos, Tocqueville propone: “hay que hacer de ellas el lugar más odioso posible” para lo cual propone: “es evidente que debemos dar una asistencia desagradable, debemos separar a las familias, convertir las casas de trabajo en una prisión y hacer repugnante nuestra caridad”.
Así pues, señores de la prensa poblana y poderosos que les pagan, a ustedes no les cabe ni siquiera el mérito de la originalidad.
Es más, ante la feroz ideología del capitalismo de los siglos XVIII y XIX, ustedes resultan algo así como un tímido gatito comparado con un tigre de Bengala.
Lo sorprendente es que vayan a la zaga de aquellos sus remotos ancestros, mientras la civilización madre de unos y otros ha optado por atemperar su odio a los pobres como requisito indispensable para sobrevivir y prosperar.
Ustedes, al reeditar aquel monstruoso pasado, más parecen querer suicidarse que sobrevivir creciendo y progresando.