OAXACA, OAX., enero 2.‒Tras los contraculturales años sesenta, luego que John Lennon decretó el fin del sueño, sobrevinieron generaciones, ubicadas entre los setenta, ochenta, noventa del siglo XX y diez del XXI, calificadas por los etiquetadores como “X” y “Y” o “pérdidas” y de la “apatía”, y “.com”, respectivamente.
La-NovelaDesde la mitad de los años setenta, entre la música disco, el pop simplón, el “rock en tu idioma” tipo Charly García pero también los “Hombres G” y luego, después del banderazo condescendiente del abominable Raúl Velasco, el sonido de consola de Timbiriche, los Menudo, las Flans e infinidad demás, proliferó la fresez de una clase media que mimetizó como “buena onda” prejuicios y complejos, aspiraciones y “suspiraciones”, mitos y fantasías, diría el sociólogo Gabriel Careaga, cuyos no pocos remanentes se transmitieron al “individualismo posmoderno” del que habla Gilles Lipovetsky en “La era del vacío”.
Ello sin que, de los “hoyos funkies” al grafiti post-2006, hayan faltado las sobrevivencias del “underground”, la “contracultura”, lo “alternativo”, lo “marginal” y demás fabulosos engendros ahora debidamente conceptualizados y discutidos por los conocedores, como para matizar tanta superficialidad y postura apolítica, que por cierto, hay que decirlo, mutó repentina y radicalmente a lo contrario ‒una polarización activista, no pocas veces rayando en el fanatismo‒ entre los jóvenes de unos años para acá.
En el 2014, quién sabe que le dio a la gente por retro proyectarse a las generaciones “X” y “Y”, pero el punto es que lo mismo ese cada vez más fantasioso y menos científico canal de “NatGeo” (National Geographic) que escritores como Fabrizio Mejía Madrid, volvieron a los noventa y, en el caso de este último, los ochenta. ¿Será que esta década pinta para modelo de falsedad de una realidad vuelta pesadilla que hoy vivimos los mexicanos?
Precisamente, en “Arde la calle/ La novela de los ochenta” (SUMA de Letras, 2014) ‒presentada como novedad en la 34 Feria Internacional del Libro de Oaxaca‒, ese cronista desmenuza la esencia alucinada, codiciosa y ambiciosa, oportunista y presta a la descomposición social de una buena parte de la clase media a través de la familia Vives de la colonia Del Valle de la Ciudad de México, pasando por el “milagro petrolero mexicano” y la corrupción que generó; los videos porno en Betamax o VHS y los de “Like a virgin” de Madonna; los ancestros anodinos de mall tipo Santa Fe: Plaza Universidad; los conciertos punk “clandestinos” en Ciudad Satélite; el walkman; “Los Panchitos” y los “Buks” (Banda Unida Kiss), el tianguis del Chopo; el “proyecto discográfico Comrock de Televisa” donde había que cambiar de nombre: “Dangerous Rhythm pasó a Ritmo Peligroso y Three Souls in My Mind a Tri”.
El condón, políticamente correcto “preservativo” entonces, y el sida y el “Magic” Johnson, quien había adquirido el virus; la huelga de la Pascual, la Prepa Popular Tacuba y José Antonio Zorrilla, Caro Quintero y Miguel Ángel Félix Gallardo; la bomba “molotov” en el balcón presidencial durante el sexenio de Miguel de la Madrid Hurtado.
El cubo de Rubik; el terremoto de 1985, Tlatelolco, el Multifamiliar Juárez, las costureras de San Antonio Abad, Superbarrio Gómez, Soda Stereo; el Movimiento del Consejo Estudiantil Universitario, el CEU y el lamentable Carlos Imaz; el espejismo con Cuauhtémoc Cárdenas y la cruda realidad con Carlos Salinas de Gortari; el desencanto, la continuación y acentuación del oportunismo y la codicia de la desplomada familia Vives, en la pareja Béjar Hernández y las transas con Teléfonos de México.
Apunta Mejía Madrid: “Sin dinero, el ‘Grafiti’ se paraba delante de los puestos punketos del Chopo. Miraba la portada fotocopiada en los casets de los conciertos de Sex Pistols, The Clash, Buzzcocks o Los Stranglers y se imaginaba el Mundo Xerox. Desde hacía unos meses las paredes de la ciudad tenían una sola frase firmada por los Buks o Los Panchitos: ‘Warriors’ y ‘Guerreros’. Él no había visto la película pero intuía el mensaje. ‘The motorcycleboy reigns’ y ‘El chavo de la moto es el rey’ no lo entendió sino hasta años después cuando vio ‘Rumble Fish’. ¿Cómo fue que los pobres, los marginados de la Ciudad de México, asimilaron ese mundo ansiado, años después, por los clasemedieros? ¿Cómo ‘lo moderno’ había llegado antes a las pandillas, a las bandas, a la banda, a La Raza, antes que a los chicos vestidos con camisetas de ‘I Love NY’?”.
A la clase media suele pasarle y ser eso. Y a ciertos escritores, intelectuales y académicos ‒que casi por definición pertenecen a aquélla‒ les cuestan sus acercamientos a la cultura popular, la del barrio de ciudad y la del pueblo de estado. O los adornan con erudiciones inexistentes o no atinan a descifrar idiosincrasias, caracteres, atmósferas.
Y cuando se ocupan de su entorno mismo, como su propia realidad, su vuelve anodino, insustancial, aburrido ‒por eso tienden a irse a lo popular, al underground, a lo marginal‒. En todo caso, “Arde la calle” es un aceptable y ameno repaso para reflexionar sobre la visión chata de la clase media en general y la culta en particular ‒en México, comenta el colega y amigo Juan Jacinto Silva, jefe o ex de noticias, quién sabe, de Canal 22, la clase media es muy pequeña y la clase media culta todavía más pequeñita, por eso nos topamos en cualquier cantina del país.
Pero más aún, la novela de Fabrizio Mejía Madrid sirve para preguntarnos qué diablos hicimos o dejamos de hacer en los ochenta como para merecer el México descompuesto que hoy padecemos.