LIBROS DE AYER HOY
La aterradora invasión de las constructoras en la Ciudad de México, solo tiene parangón con otras invasiones del pasado. Es algo, que como a los indígenas de la época precolonial, nos agarró desprotegidos y confiados. Y de pronto nos encontramos insertos en una destrucción a mansalva, supuestamente para construir y darle otro rostro a la ciudad que levantaron los aztecas.
No se está en contra de la modernización ni del progreso, sino de la batahola que generó el imperio y avasallamiento de empresas, que lo mismo llegan, compran a destajo, expulsan e imponen su ley. Casi en cada cuadra se levanta un monstruo que apabulla, rompe, roba, contamina, cierra calles y no hay ningún organismo, ningún ombudsman especial que apoye a las comunidades.
Cierto que muchas de estas se han organizado, pero hay otras que, pudibundas, sobre todo esas clases medias telenoveleras, tirando a la baja, se contraen, se quejan por detrás, pero no actúan. Esas son las que están apoyando con su silencio la licencia que ha dado el gobierno de la Ciudad de México y sus delegaciones a las agresivas constructoras y que ahora pretende ampliarse con el programa general de desarrollo urbano que está en iniciativa.
Según el jefe de gobierno todavía la ciudad tiene el 14 por ciento de capacidad para construir, pero expertos consideran que el proyecto incluye un porcentaje más alto.
El orgullo turístico que se promociona son los rascacielos que pululan por Reforma, Insurgentes, Santa Fe, Polanco y otras zonas, colosos que han sido creados por enormes máquinas de color naranja, que parecen seres extraterrestres y a los que les hacen los mandados la Torre Latina y el World Trade Center, antes los grandes orgullos. Cada ciudadano puede contar su experiencia.
A media cuadra de mi casa, en Wateau, en alrededor de cinco años han construido en una cuadra cinco torres de condominios que se suman a los más de 8 mil que existen en la ciudad. El monstruo que tengo al lado, por Revolución 756 de la empresa EYMSA S.A. De C.V, -anexo fotos-, no solo duplica el tamaño y apabulla al condominio de cuatro pisos donde vivo: lo zarandea y lo mantiene en tensión todo el día con sus ruidos, golpes y contaminación.
Ha roto departamentos, afectado carros y suelo. No hay horario para trabajadores mal pagados que comen en las banquetas sus pobres alimentos. A veces a las dos de la mañana cierran la calle Holbein y ésta es invadida por otros monstruos que descienden de largos carromatos. Trabajan hasta la madrugada, sin que lo ancianos del condominio, principal porcentaje de habitantes de 50 familias, -por los que tanto dice preocuparse el jefe Mancera-, descansen plenamente.
La gestión ha durado dos años, pero va para largo y sus resultados al parecer son un gimnasio, un restaurante, oficinas y pequeñas boutiques. Nada que agregue valores, cultura o remanso a la comunidad. Esas constructoras al invadir no hacen ningún aporte, nada las justifica frente a los habitantes naturales. La jefatura tampoco exige que esos consorcios aporten algo para el desarrollo comunitario.
Arriban, se apropian del agua, del espacio, se expanden como pulpos y empiezan a presionar a las vecindades para comprar sus terrenos y ampliar su imperio. Eso es lo que estamos viviendo los habitantes de la gran ciudad, sin que parezca preocupar a las autoridades.
Alguna vez ya hablamos del premio Nobel 2001, V.S.Naipaul y de su excelente novela Una casa para el señor Biswas (Random House Mondadori 2004) La mencionados de nuevo para remarcar un símil de lo que está ocurriendo en este que aún es el distrito federal.
El gran escritor de origen hindú nacido en Trinidad, que tiene la nacionalidad y el rango de caballero del Reino Unido, escribió ese libro en memoria de su padre, el periodista P. A. Naipaul quien falleció a los 46 años.
La vida de éste fue un peregrinar terrible enfrentado a los residuos coloniales -incluyendo a los migrantes hindúes que lograron cierto estatus como sucede con los nuestros en Estados Unidos-, y Naipaul se centra en la búsqueda de una casa de parte su padre, hecho que vivió directamente el propio escritor en su niñez y juventud.
Es como una metáfora de la búsqueda de un espacio firme donde aposentarse después del exilio. Pero en esa búsqueda que es larga, se encuentran constructores abusivos, mentirosos, materiales espurios, contaminadores ruidosos, insectos en la casa, escaleras que se caen y todo lo que implica la construcción tramposa que en muchos sentidos vemos en el D.F.
El libro es amplio y fructífero, 631 páginas, que en mucho recuerda las tribulaciones de los millones de migrantes en el mundo en busca de un asidero. Merece ser leída…aunque que nos recuerde a las constructoras.
laislaquebrillaba@yahoo.com.mx