La vinculación a proceso penal, y el establecimiento de la medida de prisión preventiva a un médico especialista en Oaxaca, ha polarizado de manera importante a la sociedad, pero también debía invitar —no sólo a Oaxaca, sino al país— a un debate serio, trascendente y profundo sobre la forma en que se ejercen distintas profesiones en México. En general estamos hartos de la impunidad; pero también es cierto que propios y extraños estamos acostumbrados a vivir en un ambiente en el que muchas de las profesiones se ejercen sin responsabilidad, sin certeza frente al cliente —sea paciente, defendido, representado, etcétera—, y sin temor a las consecuencias. Qué bien nos caería —a todos— hallar los puntos relevantes —hasta ahora prácticamente inadvertidos— de una situación como ésta.
En efecto, el pasado 2 de abril fue detenido un médico especialista en ortopedia pediátrica, acusado por la Fiscalía General del Estado de ser el presunto responsable de la comisión del delito de homicidio con agravante de responsabilidad médica, en contra de un niño de tres años, ocurrido en noviembre del año pasado. De acuerdo con los abogados de las víctimas de este delito —los padres del menor fallecido—, hubo una actuación incorrecta del médico especialista en el suministro de medicamentos.
Por ello, tras la integración de la carpeta de investigación, la Fiscalía General —cuya función esencial es acusar; y cuando no lo hace frente a lo que considera como un posible delito, es no sólo negligente sino abiertamente violatoria de la Constitución— la consignó ante un juez, quien libró una orden de aprehensión, la cual una vez cumplimentada permitió la presentación del imputado ante el juez, que lo vinculó a proceso y le decretó la prisión preventiva en tanto se desahoga el juicio.
Esto tuvo como consecuencia natural la movilización del gremio médico de Oaxaca, y del país, en defensa de su colega encarcelado. Los médicos han tratado de explicar con amplitud, desde su propio campo de conocimiento, cuáles son las razones por las que consideran que el ahora imputado no es responsable del delito que se le acusa. Por su parte, el Fiscal General ha pedido a la comunidad médica, y a la sociedad en general, que asuma el hecho de que este asunto debe ser litigado no en las calles, sino en los tribunales correspondientes, y ha reiterado que el Ministerio Público no retirará la acusación en contra del médico por causa de presiones sociales o manifestaciones.
Las reacciones han sido intensas y complejas. El gremio médico del país se manifestó el fin de semana con marchas en diversas ciudades del país, y también la ciudadanía se ha involucrado en el asunto lo mismo defendiendo la situación del médico que se encuentra en prisión, que recordándole a la misma ciudadanía que hay muchos casos en los que la negligencia —no sólo de los médicos— provoca daños, dolor y pérdidas en todos los sentidos a los particulares que se someten a su práctica profesional.
En este punto, parece entonces que las posiciones son simplemente irreconciliables, y por eso ha habido quien ha condenado o exculpado al presunto responsable, independientemente de lo que finalmente establezcan los tribunales que actualmente, o en lo posterior, resulten competentes para conocer del asunto.
En ese clima tan polarizado, es necesario encontrar puntos de equilibrio para sacar de este panorama brumoso algunos puntos que debieran ser rescatables de un asunto como este. Sin que este sea un ejercicio terminal —sino más bien, enunciativo—, es necesario ubicar lo socialmente trascendente de un caso como éste.
MEJORAR LA PRÁCTICA
En México existe una cultura pobrísima de la colegiación profesional. Desde hace años es sabido, en general, que existen lo mismo universidades públicas y privadas de gran prestigio, que las llamadas “escuelas patito” que a cambio de una suma de dinero validan supuestos conocimientos y habilidades profesionales con las que en realidad no cuentan sus egresados. El problema es que, al final, los egresados de unos y otros centros de estudio, reciben un título y cédula profesional con el mismo valor entre sí, y con la misma posibilidad de ejercer profesionalmente independientemente de que unos estén perfectamente preparados, pero los otros no.
Ahí es donde radica la importancia de la colegiación profesional, que debe ser impulsada —y autoimpuesta— como un primer ejercicio ético, y de responsabilidad social y profesional. De acuerdo con la doctrina, toda asociación profesional debe exigir que sus miembros cuenten con los conocimientos, las habilidades y la preparación necesarios para atender de manera eficiente las necesidades de la población que solicita sus servicios, y evite que esa preparación y conocimientos se limiten a la obtención de un título o grado académico, y se actualicen y amplíen constantemente, no sólo para el beneficio personal de quien los posee sino para el de la colectividad en su conjunto.
De hecho, entre los médicos y los contadores públicos es donde más desarrollada está la colegiación profesional, aunque queda claro que lo hecho hasta ahora no puede ser catalogado como suficiente. Y el problema es que en otras profesiones, la colegiación es prácticamente nula, porque aún cuando en todas existen asociaciones y grupos colegiados, lo cierto es que muchos de ellos sirven para actividades sociales o culturales, pero no para la certificación de conocimientos, preparación y habilidades profesionales.
Esto es relevante, porque en el ejercicio de todas las profesiones hay espacio para la negligencia y la simulación de conocimientos, y por ende todas son susceptibles de ocasionarle daños irreparables a quienes consumen los servicios que prestan, cuando no cuentan con la certeza sobre la calidad y la certificación del profesional a quien contratan. En esa lógica, a todos nos pareció correcto, por ejemplo, que luego de los sismos del mes de septiembre pasado, las instancias de procuración de justicia de varias entidades del país ejercieran acción penal en contra de los ingenieros y constructores de diversos edificios, que se derrumbaron porque de forma deliberada o negligente en su diseño y construcción, no incluyeron la protección antisísmica establecida en las normas aplicables.
¿No debiera ser ese uno de los raseros necesarios para casos en los que no sólo puede haber un resultado accidental o imprevisible, sino también negligencias en el ejercicio de una profesión? El problema es que en México estamos generalmente poco acostumbrados a asumir las consecuencias de los propios actos, y máxime cuando éstos son susceptibles de ser considerados como parte de un riesgo profesional, independientemente de su naturaleza y alcance reales.
Por eso existen sofismas tan oprobiosos, pero socialmente aceptados, como aquel, entre los abogados, que dice que frente a un litigio, cuando se gana, el triunfo es del abogado; pero que cuando el asunto se pierde, la derrota —y sus consecuencias jurídicas, materiales y patrimoniales— es para el cliente.
VER HACIA DELANTE
No se trata de decir, con esto, que el médico sí es responsable de lo que se le imputa, o que la Fiscalía está equivocada en sus señalamientos. Pretender eso sería incurrir en la misma estratagema que hoy tiene enfrentada a la sociedad oaxaqueña, e indignado al gremio médico de la entidad y del país. Por lo que se debería apostar, es porque todos hagan su trabajo eficazmente, para que finalmente se emita un fallo revisable y capaz de esclarecer la verdad de los hechos, y la responsabilidad que podría pesar sobre cada uno de los involucrados —incluida la posible culpabilidad del médico, o el error que muchos acusan de la Fiscalía. Además, evidentemente, de que un asunto como éste sirva para que los profesionales de distintas ramas asuman, en general, la necesidad de impulsar procesos de profesionalización y certificación de sus conocimientos y habilidades profesionales para mejorar su propio desempeño.
Tomado de la Columna Al Margen: https://columnaalmargen.mx/2018/04/10/el-caso-edward-y-la-necesidad-de-asumir-el-ejercicio-profesional-desde-las-responsabilidades/