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Fernando García Portada

El aguaje de los nibelungos

Al pie de una foto

Dedicado in memoriam al poeta hidalguense Ramsés Salanueva Rodríguez

Me gusta pensar que cuando el poeta estridentista Árqueles Vela escribió “Ella que está siempre a XV minutos del Zócalo” se refería muy probablemente a la prestigiada academia de Arte de San Carlos y no a una bella dama. La antigua academia dista exactamente a 15 minutos caminando desde la asta bandera del centro de la ciudad de México, en la inmensa explanada conocida con el nombre de Plaza de la Constitución o simple y llanamente “El Zócalo”, digo esto pues muchos años de mis mocedades transcurrieron en ese lugar también señalado como el ombligo de la antigua Tenochtitlan. Epicentro de telúricas sacudidas históricas provocadas en la actualidad por multitudinarias marchas, manifestaciones y cierre de campañas políticas.  

En algún momento de los 90 decidí cursar algunos talleres de dibujo en la Academia de San Carlos, a la salida de la clase me desprendía del grupo de imberbes muchachitos algunos años más jóvenes que yo propinándoles el clásico y bien intencionado esquinazo para dirigirme presuroso, con hambre y sed a la catedral de la bohemia, palacio de infusiones espirituosas donde la aristocracia pulquera y el peladaje ilustrado se daban un “quien vive” haciendo tabula rasa del protocolo al arrítmico chasquear de la lengua y el tintineo de los vasos.

Me refiero al “Nivel”, legendaria cantina establecida frente al costado izquierdo de palacio nacional, el tradicional bebedero que se jactaba de tener la licencia número 1 del país, cosa absolutamente cierta pues fue inaugurada en año de 1857 cinco años antes de que las tropas francesas iniciaran su invasión a México tomando el puerto de Veracruz en 1862. En uno de sus muros, estoico y mudo como mosca palidecía el nobiliario pergamino de su fundación.

El Nivel, galaxia de universos donde cabían todos los mundos, el de los trajeados por citar alguno era un nubarrón asalariado de cháchara gris, volutas de empleados bancarios y de gobierno, así como de políticos palurdos de los llamados pájaros nalgones por algún escritor desheredado. Peor que cosacos bebían los “Godínez” con las corbatas arriscándose en su laberinto de nudos y colores, ora de nailon, algodón, terlenka, poliéster o seda para los dandis criollos, escurriéndose al viento cual serpentinas por las solapas del saco.

Cofradías de mercaderes adinerados discurrían autosuficientes, árabes, libaneses y judíos hermanados brindaban mientras los negocios y transacciones navegaban en los ríos de tequila y cerveza, emparejados y emparentados con funcionarios públicos, pequeños sátrapas que con su estela de corrupción envenenaban el ya de por sí apático tufo a orines que desprendían los baños tan vetustos y desvencijados, con sus orinales de principio del siglo pasado, recipientes de porcelana amarillenta y sarrosa, tazas siempre rebosantes de hielo en un modesto y no por ello despreciable esfuerzo por suplir la cotidiana falta de agua corriente y con la inocente encomienda de congelar los vapores pestilentes que aderezados con la polución de ozono, plomo y azufre del aire respirábamos a todo pulmón.

El encanto del lugar radicaba en su posmoderna pluralidad, todos tenían cabida y derecho a refrescar la garanta y aplacar el estómago si y solo si tenían lo suficiente para saldar su cuenta. Acaso también con obra de arte, dispensa que gozaban los profesores y alumnos de San Carlos y los muros de la cantina exhibían con orgullosa profusión en sus paredes, dibujos, acuarelas, oleos, grabados, fotografías, caricaturas, y los más diversos géneros de las artes plásticas.

Los parroquianos del nivel éramos una insólita mezcla de personajes extraídos de todos los confines de la tierra y no exagero al declararlo, ahí departí con vendedores ambulantes, oficinistas, empleados del municipio, comerciantes, turistas y viajeros del país y todo el orbe, actores, cantantes, bailarines y bailadores, boxeadores y voceadores, militares y militantes, policías, taxistas, choferes repartidores, maestros, campesinos, periodistas, escritores, escribanos redactores de la plaza de Santo Domingo, camarógrafos, dealers de droga, delincuentes con y sin placa, ahí mismo hace muchos ayeres varios presidentes de la república incluido Benito Juárez y un larguísimo etcétera se presentaron a refrescar la garganta.

Como yo prófugos de San Carlos, los maestros del pincel y la brocha gorda, profesores de la gubia y el cincel, catedráticos locuaces y teóricos disolutos, así como sus pupilos y becarios eran clientela frecuente y consentida, como el artista conceptual y “pobresor” de la Academia Melquiades Herrera performancero de raza pura y miembro de “No-grupo” que llegaba rebosante de vinil y olanes de plástico made in china a disfrutar sus vodkas Tonic. “El Cuervo” saxofonista, músico callejero y dibujante también llegaba por la deliciosa botana de tres tiempos y unas cebadas bien elásticas, el único mimo de aquellos años, personaje tan siniestro que comparado con el Joker de la reciente película al que se parece mucho lo dejaría relegado a un niño de Kinder, era otro acucioso entrometido borracho necio a quien tuve el gusto de invitar a salir obsequiándole una receta clásica; manita de puerco hayhayhay.

Al pie en la barra del querido antro, con el inmortal bardo hidalguense Ramsés Salanueva teníamos por costumbre molestar a un parroquiano asiduo al que llamaban “Pablo Gañán”, hombre soberbio que presumía sus títulos académicos y al que su apariencia indígena le pesaba más que su gigantesco ego: “¿Una cervecita? – preguntaba la víctima, a lo que respondíamos a coro – ¡que sea oscura, Indio para el patroncito ¿un ron? Que sea Cacique y si pide su tequila ahí va el Cuervoo, y ¿su café? Negroo para el cabrón, digo carbón!“

El lugar gravitaba en su propio eje de cristal como una botella vacía y tenía sus temporadas y horarios bien diferenciadas a lo largo del día, las variadas especies de bebedores y parroquianos se sucedían como escurridizos cardúmenes errantes en todas las estaciones del año. Otra de sus facetas era la de Hospital o Sanatorio, ya que después de los excesos y bajo el estigma de síndrome de abstinencia, la impenitente cruda, resaca o guayabo, llegaban los pecadores a pedir agonizantes su medicina. En respuesta el propietario de la cantina y comandante de la barra don Chuy preparaba diestramente el brebaje salvador propio de la casa: el Nivelungo.

Trago insignia de la casa el nibelungo bien presentado, breve, dispuesto y aguerrido llegaba por sus fueros, cueste lo que cueste, salga lo que salgare. Hacía tabula rasa y arrasando la llanura, el plan, el contorno de la barra, se extinguía embebido en su motivo; no dejar títere con cabeza. El bebedizo curalotodo, avanzaba invencible entre pecho y espalda soliviantando y sublevando ánimos, corazones y estómagos.

Alguna vez al salir acompañado de los sagrados espíritus del ron entre las dianas que escapaban del Palacio Nacional caminé unos pasos apenas y alguien me empujó con fuerza derribándome (Supongo fue Xhango mi santo protector) caí de bruces (de hocico pues) y desde ese ángulo pude apreciar con todo detalle un salvaje y sangriento asesinato, cometido por 3 o 4 adolescentes golpeadores de la mafia. Vi como unos tubos de hierro que bajaban a la velocidad de un meteorito golpeaban sin misericordia a un joven vendedor que no había podido pagar el derecho de piso, esto ocurrió apenas a unos metros de los uniformados del batallón de guardias presidenciales que custodiaban Palacio Nacional. Ante los gritos de agonía de la víctima clamando auxilio y los míos exigiendo la intervención los militares obtuvimos apenas por respuesta, el que los milicos se encogieran de hombros y dieron la espalda a la golpiza que terminó en tan solo un par de minutos con la vida del muchacho.

En otra ocasión acompañado de Ramsés Salanueva y ante el reto de un escribidor más que escritor en ciernes, más malito que maldito y más guaguaron que león, tomamos la del estribo “la última y nos vamos” –dijo el retador. El brindis fue por cuenta de la casa, un Nibelungo, poderosísimo brebaje preparado con Vodka, hielo, licor de naranja y pernod (Licor de anís). Luego de que la garganta se explayó elevando el tono hasta el fu remol, y Simona la cacariza decían los bebedores antediluvianos en las pulquerías de Actopan (diría Ramsés) procedimos a retirarnos pasada la medianoche.

Estoy seguro de haber escuchado resonar en mi cerebro un coro de carcajadas infantiles al pasar frente al templo mayor y su zompantle de cráneos (los danzantes exhaustos y sudorosos también se retiraban) y tuvimos la estúpida ocurrencia de caminar por una docena de antiquísimas y derruidas calles, acompañados de esas animas oscuras torvas y malnacidas de enanos salvajes (los nivelungos reales) hasta el corazón del peligroso barrio bravo de Tepito, para tomar un par de tragos más de tequila adulterado en una infame pocilga convertida en muladar de prostitución y venta de droga dentro de una de las ruinosas y pestilentes vecindades de la zona, demarcaciones fantasmales, otredad lumpen de sevicia y rapiña servida en el espejo negro del aceitoso asfalto preñado de viles reflejos fútiles.

Si antes del alba murieran los gallos, y la noche dimitiera
su derecho al amanecer, no tendríamos respuesta.
Somos los peregrinos. Los excluidos del baluarte.
Los menesterosos de la tierra. Los gitanos que cantan.

*Estación de Extranjeros, Ramsés Salanueva Rodríguez

La retirada fue lo mejor, rumiando versos nonatos, tropezando en los ecos de la nocturna soledad bañada de maldad, salimos corriendo perseguidos muy de cerca por varios tepiteños muy encabronados que filero en la diestra o peor aún en la siniestra nos seguían precedidos de las peores y más funestas maldiciones que he escuchado en mi vida. Por suerte nuestros tiernos, muy jóvenes pies poseían la elocuencia y las sandalias del dios mercurio sino estaríamos narrando esto desde el Hades soportando los malos chistes de los pinches duendes mala copa que buscaron bronca a los tepiteños. Sin embargo, debo de rectificar corrigiendo los renglones torcidos para dar al campo semántico mayor fidelidad cambiaremos Hades por Mictlán, Mercurio por Tlaloc o Tezcatlipoca y duendes por chaneques así como espejo negro por Chimalpopoca.

En esa ocasión tuve mucha suerte pues no me quitaron la cámara Leica que pendía de mis hombros bajo la chamarra de piel. Con el alma en vilo y el dulce sabor amargo del Jesús en la boca, llegamos el poeta, el retador y el de la voz a escondernos en la calle de República de Cuba en otro palacete nocturno distante a tres calles del Nivel. El gran León, un conocido antro con una pequeña pero picante pista de baile en la que los ritmos de la salsa, guaracha, merengue y el son atraían a una clientela dilecta y selecta muy acostumbrada a tallar suela como dios manda, sí es muy bueno poseer un par de piernas de preferencia bien torneadas para darle gusto al danzón y sus Nereidas dedicadas a la pelusa y amigos que la acompañan en el peluche del estuche. Así es y retumba en sus centros la tierra al sonoro rugir de un cumbión, el desaparecido aguaje de los nibelungos fue origen y destino de historias noctambulas y vidas infinitas.

como un dios que ha descubierto el error en su
creación más perfecta y sin embargo
resplandece
es el tiempo que en su fin permanece exacto a pesar de su dilatación
tengo siglos de no ver el sol

*Evangelio de Lucifer, Ramsés Salanueva Rodríguez

Fernando García Álvarez

Nací enamorado de la luz y desde muy joven decidí ser artesano de sus reflejos. He sido aprendiz y alumno de generosos mentores que me llevaron al mundo de las artes y la comunicación. Así he publicado mis fotografías y letras en diversos foros y medios nacionales e internacionales desde hace varias décadas. El compromiso adquirido a través de la conciencia social me ha llevado a la docencia.

Colaborador desde el 10 de diciembre de 2021.

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