Al pie de una foto
Después de horas de extravío en el desierto llegamos a medianoche al embarcadero del Cerro Cabezón en la bahía de Navachiste, Sinaloa. Agitando sus espinudas hojas como si me saludara a la distancia, florecía sobre la arena una enorme flor de toloache con sus pétalos níveos teñidos de púrpura, resplandecientes y perfectos. La luna era un sol nocturno opacado por la bruma turbia que iluminaba con cierto artificio la playa, como el efecto de un set cinematográfico. Cansados y con la conciencia adormecida por el kilométrico viaje abordamos Reyna y yo una enorme panga que casi de inmediato zarpó directa hacia un punto ignorado en el horizonte azul gris.
Lo imposible se presenta algunas veces como una canción infantil que surge en nuestra inocente imaginación y se materializa para hacer indivisible la frontera de lo fantástico y lo cotidiano. Despertando de mi inconciencia por repentinos torrentes de agua fría que me mojaban vi que junto a nosotros unos enormes peces cantores nos salpicaban al brincar jugueteando alrededor de la lancha acompañándonos en el viaje, azorado miré a los ojos al navegante que me dijo taciturno -son toninas y nos cuidan de los tiburones-. Mi acompañante eufórica apenas daba crédito de la escena nocturna.
Tan solo el principio de la historia pudiera parecer un cuento, más debo aclarar que todo lo narrado aquí es cierto de cabo a rabo, de principio a fin y de proa a popa. Al llegar a nuestro destino, la playa del Carrizo Colorado instale la tienda de campaña con cierta facilidad en una noche tan llena de luna, luz azul, y brisa salada y pegajosa. Sin encender una fogata nos fuimos a dormir yo pensando en la extraña bienvenida del toloache y Reyna preguntando por cada ruido salido del medio de la noche desleída y breve.
Dormía plácidamente ensoñado por los ecos de la marea, el siseo del viento y el recuerdo del canto de los delfines cuando Reyna me despertó sacudiéndome del hombro, abrí los ojos, ella con una fresca sonrisa de grandes dientes nacarados enmarcados por unos gruesos labios como gajos de toronja me dijo – yo quisiera ser fotografiada primeramente bañándome en la playa, espiada por un chiquillo travieso que se oculta entre la maleza– la miré con sorpresa por primera vez, aunque la conocía de mucho tiempo atrás. Asentí con la cabeza y ella agregó antes de salir de la tienda de campaña – Pero ya, antes de que despierten los demás-.
Cargué la película de blanco y negro en la Leica y exposímetro en mano seguí a la mujer por la playa hasta un lugar distante y solitario que a ella le gustó, lo demás solo fue dejarme llevar en un juego más de la fantasía y los sueños que nos habitan, no me fue difícil convertirme en un fisgón curioso e indiscreto, los fantasmas de la contemplación lúcida son parte de nuestra naturaleza, el santuario de nuestro inconsciente es una mina de emociones y sentimientos incomprendidos, soterrados. Esa mañana de 1995 volví a mi niñez y con la misma curiosidad que cuando tirado de panza en el rio veía nadar a peces y ajolotes, esa vez admiré al cobijo del manglar con detenimiento y fascinación el delicado rito del cotidiano baño de una joven ensimismada en un laberinto de caricias y miradas para su alter ego reflejado en el agua. Un fragmento de eternidad para tomarse entre las manos y elevarse hasta el inverso mar del cielo como efluvios de coral.
Mas tarde después de almorzar un espléndido manjar en la cocina-comedor comunitario atendido por los agricultores del rio Sinaloa Poniente y las cooperativas pesqueras del cerro Cabezón, nos asignaron una lancha con motor fuera de borda para que Leobardo a quien llamaban el mudo, pescador experto y conocedor de la zona nos llevara a tomar las fotografías de desnudo motivo de la aventura en los idílicos paisajes de la bahía de Navachiste, paseos y sesiones fotográficas que convirtieron nuestra visita en una bella leyenda del imaginario popular.
Leobardo nos llevaba por igual a barlovento o sotavento entre islotes, pantanos, ríos, estuarios, arrecifes y manglares, de vez en vez se detenía en algún punto del mar para prepararnos un ceviche con pescados y camarones que intercambiaba con sus colegas, nos dirigía también a sus lugares secretos y cosechaba almejas, ostiones o mejillones que nos ofrecía en su propia concha. Recuerdo un mirador al que nos convido para apreciar pinturas rupestres y desde lo alto de una peña disfrutamos de la impresionante vista desértica con manadas de burros salvajes corriendo frenéticos entre los cactos y huizaches.
Por la noche revelaba los rollo de película pues nuestros anfitriones de la Universidad Autónoma de Sinaloa comandados por Antonio Coronado habían transportado desde la ciudad de México hasta ese lugar bendito en la costa del océano pacifico mi laboratorio fotográfico y una planta de luz a gasolina para que yo pudiera imprimir las fotografías, mismas que exhibía día a día en una enramada convertida en galería con las redes de los pescadores a manera de muros sobre los que exponía las fotografías en blanco y negro, imágenes en las que la luz y sombras creaban y recreaban sorteando corrientes de sales de plata y sales marinas a Reyna, modelo de artistas en la academia de San Carlos por esos años.
Debo resaltar que nunca vi un solo gesto de desagrado, censura o desaprobación a mi trabajo de exploración y experimentación estética con el cuerpo desnudo de la atrevida modelo en el contexto de la naturaleza salvaje, los pescadores, agricultores y sus familias incluidos los niños se detenían para ver y comentar con sincero interés y admiración el resultado de nuestra experiencia estética. En este increíble evento se presentaban libros y revistas, había conferencias, recitales y talleres como el de poesía impartido por la recién fallecida escritora Dolores Castro Varela, catedrática de la UNAM.
Unos días después tuve que salir del paraíso para enviar mi reportaje del Festival Internacional de las Artes de Navachiste a el suplemento de cultura del Periódico Unomásuno acompañado del amigo periodista José Luis Berdeja del El Universal. Buscamos un fax en Guasave que era la ciudad más cercana y al enterarse el operador de la cabina telefónica de donde veníamos nos preguntó muy sorprendido – ¿Oiga es cierto que por las playas de Navachiste anda una sirena muy hermosa paseándose toda bichi? Yo desconocía el significado de la palabra bichi. Bichi quiere decir desnudo- Nos ilustró el sinaloense.
Negamos saber del tema para que el operador nos contara los detalles de la historia. Mi hermana y su familia andan vacacionando y dicen que ellos vieron desde su panga a la sirena cantando entre los riscos de las marismas, no quisieron acercarse porque quien sabe si con magia los hechizaba o hundía la panga para ahogarlos, aquí la gente es supersticiosa. Está seguro preguntamos a una voz – Segurísimo la gente por aquí no deja de hablar de la sirena, dicen que quizá es un presagio de desgracias o una bendición de cosas prodigiosas porque aquí nunca había ocurrido algo parecido, ¿verdad? Busquen un transporte y con un poco de suerte encuentran a la sirena para que la saquen en su periódico -agregó antes de enviar los faxes a los diarios.
He visto en esa mítica costa sinaloense grupos de artistas de todo el orbe clamar al sol y a Neptuno sus creaciones, danzantes yoremes sacudir el océano con sus tenabari, poetas del cincel sembrar hierro entre piedra y madera, pintores y bailarines renacer de música entre mantarrayas, jejenes, cochis jabalíes, venados sagrados, tortugas abismales y peces teñidos con todos los suspiros ardientes del desierto.
De regreso al Carrizo Colorado esperando la panga en el embarcadero, tuve a bien conversar con la planta de toloache de la bienvenida, otra vez era la medianoche pero con la luna en cuarto menguante, esta vez me dijo en un susurro que se podía confundir con el viento del norte – Tú que puedes ya que eres hombre sutil, tómate un ayale acompañando a los venados con el raspador, báñate bichi en bajamar y ofrece tus pies a los aguijones de las mantarrayas, escucha el canto narcótico de las sirenas mientras las besas en los parpados, invita a los mosquitos a desayunar sin que te coman, y si logras el cometido sin perecer serás un digno veterano de la isla de los poetas-.
Debo confesar que, pese a haber participado un par de veces en El Festival de Navachiste en la isla de los poetas me falta algún punto para completar los sabios consejos de la datura parlante. ¿Es prudente regresar en busca de nuevas y más atrevidas sirenas?, o cómo un cauce que avanza en el fondo del mar ¿debo dejar al arbitrio de los dioses el castigo por mi desobediencia? La vida es tan breve que quizá nunca lo sepa.
Fernando García Álvarez
Nací enamorado de la luz y desde muy joven decidí ser artesano de sus reflejos. He sido aprendiz y alumno de generosos mentores que me llevaron al mundo de las artes y la comunicación. Así he publicado mis fotografías y letras en diversos foros y medios nacionales e internacionales desde hace varias décadas. El compromiso adquirido a través de la conciencia social me ha llevado a la docencia.
Colaborador desde el 10 de diciembre de 2021.
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