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El cambio que empieza

El cambio político está pasando por Oaxaca pero no se circunscribe a este territorio ni se estaciona en él, no se limita a los momentos electorales ni a la disposición de las dirigencias de los partidos; no depende solamente de talentos ni de buenas voluntades de algunas personas de la elite política local, ni tampoco de los acuerdos cupulares.

El cambio tiene que ver con un modo distinto de hacer gobierno y de construir relaciones democráticas con los ciudadanos; de no repetir los esquemas que precedieron.

No basta con el hecho de que los ciudadanos participen con su voto, pues prosigue una etapa en la que es importante abrir mecanismos para que los ciudadanos incidan en la toma de decisiones, considerando que las transformaciones más profundas deberán de provenir desde la base social, de las organizaciones de la sociedad civil, de los ciudadanos sin militancia partidista.

Los resultados no son de corto plazo, como lo demanda el entusiasmo de los ciudadanos. Si bien, la centralización del viejo partido hegemónico se va desmoronando y se perfilan tiempos de mayor competencia electoral, esto no implica que de manera automática se resuelvan todos los problemas acumulados ni tampoco detiene la infiltración de los grupos emergentes por algunas facciones de viejo cuño.

Mientras las expectativas ciudadanas están cifradas en resultados inmediatos, los grupos desplazados se mueven siguiendo estrategias de conflicto, desestabilización y confrontación, tanto en frecuencia local como nacional; saben que la bancada priista tiene mayoría en el Congreso de la Unión y tienen claro que desde allí se decide el presupuesto estatal. Seguramente, desde allí apretarán tuercas y tornillos para un ajuste de cuentas y pretenderán condicionar negociaciones con el gobierno estatal entrante.

El cambio en el ámbito local no puede perder de vista los desacuerdos entre fuerzas políticas que mantienen la parálisis en el Congreso federal y los desencuentros sobre la crisis del sistema de seguridad que ocurre en el ámbito nacional, en donde la violencia de las mafias alcanza ya una cifra de 28 mil asesinatos en lo que va del sexenio, y en donde a decir de Víctor Quintana, “el poder no se democratiza, se mafiocratiza” (La Jornada, 6/08/2010).

Ello ocurre a tal grado que la inseguridad y la violencia son politizadas a la vieja usanza para lucrar en función de temporalidades electorales, puesto que la clase política tiene la mirada puesta en el 2012.

Luego entonces, el cambio local no se encuentra al margen de las prioridades de las elites que permanecen en campaña permanente y con prisa por adelantar los tiempos y los nombres de los ungidos para las siguientes elecciones.

El cambio político no sigue necesariamente una ruta ascendente, el camino es largo y sinuoso, está surcado por los obstáculos de los viejos grupos de poder que se resisten a perder privilegios, de los cálculos oportunistas de personajes que mudan de piel para reproducir sus costumbres autoritarias bajo el camuflaje de la alternancia y de la transición democrática.

En el escenario tampoco falta la continuidad de grupos de presión y la persistencia de una vieja cultura autoritaria de intercambios clientelares o de líderes y organizaciones que quieren seguir haciendo lo mismo.

El cambio político tiene que ver con un proceso más complejo que involucra a los ciudadanos, desde el “ya basta” que significó el voto de castigo al PRI en las urnas el pasado 4 de julio, hasta la construcción de mecanismos de participación ciudadana para exigir transparencia y rendición de cuentas de los recursos públicos.

En la entidad, el conflicto político del 2006 se estiró cuatro años y se convirtió en el acelerador de la alternancia y en el telón de fondo para las elecciones plebiscitarias del 2010, cuando el hartazgo ciudadano rebasó a los partidos políticos en su conjunto.

El movimiento magisterial y popular no se explica sin el comportamiento abusivo y torpe del gobierno que agoniza, aunque como movimiento reactivo, la insurgencia popular puso al desnudo la acumulación de injusticias y desigualdades que alimentaron la conciencia de un cambio político, independientemente de las coincidencias y discrepancias de los ciudadanos con el movimiento mismo.

El cambio político en Oaxaca demanda asumir los compromisos con los ciudadanos en tiempo presente, más allá de las presiones electorales, de poner manos a la obra para la elaboración de propuestas concretas de gobierno y en la definición de una agenda legislativa con orientación social.

Ello implica de entrada colocar en primer plano una serie de iniciativas dirigida a grupos vulnerables como sujetos de derecho y no en su trato como clientelas políticas.

El cambio en Oaxaca apenas empieza y requiere el diseño de esquemas de asignaciones normadas y transparentes en el manejo de los recursos públicos, que haga a un lado las prácticas discrecionales, la cultura de los favores y el paternalismo que los gobiernos autoritarios han ido arrastrando en su relación con los sectores sociales más desfavorecidos.

Pasa por la construcción de confianza en la legalidad y en el establecimiento de un orden institucional que sirva a los ciudadanos y no a los intereses de los grupos de poder, como había venido ocurriendo; que otorgue mayor peso a la participación ciudadana en los organismos de defensa de los derechos humanos, de transparencia, de comunicación social y que acredite a los organismos electorales que habían funcionado como subordinados de los gobernantes en turno.

Sobre todo, demanda el equilibrio de poderes para rebasar el desbordado centralismo en el Ejecutivo que dañó la credibilidad y confianza de los ciudadanos en los otros dos, el Legislativo y el Judicial, que más que responder a las demandas de la sociedad, operaban para cumplir las órdenes del jefe en turno.

*Investigador del IISUABJO.

sociologouam@yahoo.com.mx

 

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