Mucho se ha hablado ya de los problemas de la educación en nuestro país, desde el punto de vista de la calidad, es decir, de sus malos resultados, que han sido rigurosamente medidos (y, para nuestra vergüenza, ampliamente publicitados a escala mundial) por organismos internacionales como la OCDE, y también desde el punto de vista de la cobertura que alcanza este servicio, puesta en relación con el total de aquellos que necesitan del mismo para mejorar su calidad de vida.
Pero precisamente de esa abundancia de opiniones se desprende con claridad que no sólo andamos rezagados en el terreno de los hechos, sino también –y esto es, quizá, lo más sorprendente y desalentador– en el plano del análisis, esto es, en los términos en que se aborda la cuestión en pleno siglo XXI.
Todos los investigadores serios, con muy raras excepciones, siguen afirmando que nuestro reto es, en primer lugar, elevar el nivel educativo promedio del mexicano del primer año de secundaria en que se encuentra hoy, a la secundaria completa como mínimo; y en segundo lugar, mejorar sustancialmente la calidad de los resultados en los temas básicos estudiados por la OCDE: la lecto-escritura y la enseñanza de las matemáticas.
Según este punto de vista, pues, si logramos que nuestros estudiantes adquieran una lectura comprensiva, aprendan a poner por escrito con corrección y precisión su pensamiento y a dominar las operaciones básicas del cálculo matemático, estaríamos del otro lado.
Pienso que esto es esencialmente cierto sólo si nos limitamos a medir la magnitud del reto comparando lo que tenemos con lo que nos propusimos alcanzar en los años inmediatamente posteriores a la Revolución Mexicana, cuando nuestra propia realidad y la del mundo de entonces hacían lucir como una meta ambiciosa alfabetizar a todo un pueblo y llevarlo, cuando menos, a completar su educación secundaria.
Pero mantener la mirada puesta en ese objetivo es quedarnos anclados al pasado, es no percibir los cambios, profundos y radicales, que han tenido lugar en el mundo en materia económica, en materia de productividad y competitividad, requerimientos agudizados hoy más que nunca por la tan traída y llevada globalización de los mercados y frente a los cuales aquellas metas ya se quedaron chicas.
Y dimensionar mal el problema lleva de modo automático a dimensionar mal los recursos necesarios para resolverlo, a demandar del Estado mexicano recursos totalmente insuficientes para solucionar, de modo real y efectivo, la problemática planteada.
Hoy todo mundo sabe que, para que la educación sea la verdadera columna vertebral del desarrollo económico de un país, ya no basta, ni mucho menos, con alfabetizar a toda su población laboral y contar con una masa crítica de profesionales a nivel de licenciatura, ligados al proceso productivo.
Ahora hacen falta, además, investigadores de altísima calidad que estudien y descubran nuevas leyes y nuevos principios del micro y del macrocosmos que nos rodean; y técnicos de igual o mayor nivel, capaces de aplicar los descubrimientos de la ciencia pura al mejoramiento en la producción de mercancías, es decir, a producir más en menos tiempo y a precios cada vez más bajos.
Hoy, la importancia, la potencia, y la real independencia de una economía se miden por la cantidad de inventos, de patentes realmente originales que produzca su sistema educativo, capaces de revolucionar la eficiencia de su aparato productivo.
Por eso hoy se ve como un pedagogo del paleolítico a quien siga pensando que nuestro reto es acabar con el analfabetismo y completar la secundaria de los mexicanos.
En estricto rigor, eso, en los días que corren, ya no sirve para nada o sirve de muy poco.
Sí necesitamos invertir ingentes recursos en promover la alfabetización y la educación de todos, pero, además y sin solución de continuidad en el tiempo, necesitamos meterle más a la formación de investigadores altamente calificados y de técnicos capaces de revolucionar en serio nuestro modo de producir riqueza.
Pero así como hoy es más que evidente que el eficaz combate a la pobreza, mediante un reparto equitativo de la renta nacional, no llegará jamás por las buenas, por la simple toma de conciencia de los poderosos, sino que hacen falta la organización y la concientización de las masas populares que obliguen a tomar esa decisión, es igualmente obvio que el reto de canalizar recursos suficientes a las verdaderas tareas educativas, tampoco será el resultado de la labor de persuasión de los pedagogos mexicanos, por ilustres que sean.
Hace falta que poderosas corrientes representativas de los intereses populares, organizadas y nucleadas en torno a una visión moderna del problema educativo, se lancen a la lucha por la conquista de sus objetivos.
Ha sonado ya, otra vez, la hora de los estudiantes, de esa poderosísima fuerza de la juventud mexicana que, extraviada en sus metas y en sus métodos desde aquel histórico 1968, ha consumido su potencial revolucionario en demandas que, por justas que sean, no atacan el problema de raíz, no tocan las bases del sistema ni cambian un ápice la dura condición de los pobres.
Llegó la hora de que la juventud estudiosa vuelva a la auténtica lucha política, a la auténtica lucha revolucionaria, reclamando un proyecto educativo integral que libere a México de su atraso y de su dependencia económica del exterior, y a las masas populares de su doble esclavitud: de pobres y de ignorantes.
Tarea más noble para la juventud, es difícil hallarla en el México de hoy.
(*) Dirigente del Movimiento Antorchista Nacional.