Este fin de año, como ya va haciéndose costumbre, el sureste del país y la costa del Pacífico vuelven a ser víctimas de tormentas y huracanes que se forman en esas inmensas llanuras que son los grandes mares del planeta (por leyes naturales, ciertamente) y cuya frecuencia y peligrosidad, a decir de los entendidos, se han incrementado en los últimos años por el tan llevado y traído cambio climático.
Y allí están Yucatán, Campeche, Quintana Roo, Jalisco y Veracruz, por citar sólo a los más dañados, otra vez con campos de cultivo, plantaciones frutales, ganado mayor y menor, y con varios miles de hombres y mujeres del campo y de los cinturones de pobreza de las ciudades, otra vez bajo el agua, otra vez con sus modestos enseres flotando inservibles en aguas sucias, pútridas, o simplemente inutilizados por la humedad.
El primer lugar (triste primer lugar) lo ocupa Tabasco. Aquí, según los medios informativos, la situación alcanza niveles de tragedia masiva y, para no repetir la enumeración de daños, sólo añadiré que, según la misma fuente, hay más de 400 pueblos bajo el agua, incomunicados, con todo ahogado o destruido, sin agua potable, sin alimentos, sin un lugar seco y seguro para refugiarse.
Se manejan cifras impactantes sobre el número de viviendas parcial o totalmente dañadas, y de más de 800 mil damnificados en espera de la ayuda oficial.
Y, en este caso, no debe olvidarse un agravante: tales inundaciones, de igual o mayor intensidad, se vienen sucediendo puntualmente cada año, por lo menos en los últimos cinco, a pesar de lo cual allí está nuevamente la tragedia reproducida en todos sus detalles.
Por eso creo necesario insistir en que, tanto el gobierno tabasqueño como el de la República, saben perfectamente, desde siempre, que las rutinarias “medidas de auxilio a la población” que se echan a andar, a toda prisa y con gran despliegue mediático, cada vez que asoma su rostro el desastre, son totalmente insuficientes y superficiales, es decir, que no arañan siquiera la cubierta del problema de fondo y que están destinadas, más bien, al consumo mediático; una manera sencilla y barata de aparentar, ante los afectados y el país, que hay siempre toda la disposición y la capacidad para auxiliar a los hermanos en desgracia y para enfrentar todo tipo de contingencias, por graves que sean.
Pero los damnificados y quien esto escribe (que ha platicado con muchas víctimas de inundaciones anteriores) sabemos bien que ni los albergues temporales ni el reparto de cobijas y despensas ni las visitas “solidarias” de destacadas personalidades políticas (que van a “ensuciarse los zapatos” para tomarse la foto) que llegan cargadas de puras promesas que nunca se cumplen, ni las “campañas de salud” para prevenir epidemias ni los “puentes aéreos” aparatosos (también para la foto), aun cuando se cumplan cabalmente, que no siempre es el caso, de todos modos dejan intacto el verdadero problema:
Devolverle a la gente su casa con todo lo que perdió en enseres, reponerle el ganado ahogado, los cultivos arrasados, los caminos y puentes destruidos, etc., de modo que pueda retomar su vida normal sin mayores pérdidas ni sufrimientos.
Estas políticas de auxilio, además de insustanciales y aparentes en buena medida, duran sólo lo que dura la fase crítica del problema, mientras los medios y los ojos del país están puestos en la zona de desastre; pasada ésta, las “ayudas” desaparecen tan súbitamente como llegaron y nadie, absolutamente nadie, vuelve a acordarse de los damnificados.
Por eso precisamente, cuando vuelve la tragedia, nos encuentra a todos igual de impreparados que antes, y a las víctimas, más vulnerables aún, por no haber tenido tiempo ni recursos para reponerse del estrago anterior.
La única ayuda que la gente realmente reconoce y agradece, con la sinceridad característica de nuestro pueblo, es la que le brinda en alimentación, seguridad y rescate, el Ejército Mexicano. Bien por ellos.
Los ciclones no son responsabilidad del gobierno; pero sí lo es, sin duda, la de aplicar medidas eficaces que reduzcan al mínimo los efectos negativos de los fenómenos naturales.
Ya basta de albergues, de colectas de la Cruz Roja, de reparto de despensas de hambre y de demagogia barata (como retratarse “con el agua a la rodilla” para demostrar el interés por la gente); ya basta de los ridículos intentos de detener la voluminosa y brava corriente de nuestros ríos del sureste con costales de arena.
Se requiere urgentemente de una inversión cuantiosa en obra hidráulica estudiada, diseñada y ejecutada por verdaderos expertos, así como una política integral de elevación del nivel de los pueblos inundables donde se pueda, o su reubicación completa según un plan integral de compactación y crecimiento de la población rural de las zonas de riesgo.
Personalmente, no creo que la capacidad profesional de nuestros mejores ingenieros hidráulicos llegue sólo hasta aconsejar costales de arena para detener un diluvio.
Pero parece que estamos lejos de esto. Así lo sugiere la exagerada exaltación mediática de los Juegos Panamericanos y de los resultados obtenidos por nuestros jóvenes deportistas.
Hay que ver y oír a los viejos zorros del micrófono entrevistando a los medallistas y presumiéndolos pueblerina y desmesuradamente como el gran orgullo de México (que sí lo son, por supuesto), pero implícita y subliminalmente induciendo en el televidente la idea de que todo es obra del gobierno actual.
Más de la mitad de los noticiarios televisivos se dedicó a la alharaca sobre “la hazaña deportiva” de México, mientras que la tragedia de los pueblos inundados se echó al segundo lugar y con mucho menos tiempo en pantalla.
No hay que sorprenderse. El político mexicano es famoso a escala mundial por su capacidad para idear maniobras distractivas, muy eficaces para entretener al pueblo y alejarlo de sus verdaderos problemas.
Muchas de estas maniobras dejan chico al célebre “pan y circo”, de que hablaba Horacio.
(*) Dirigente del Movimiento Antorchista Nacional.