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Los verdaderos culpables

Hace poco más de quince días, en un operativo policial en la autopista México-Acapulco a la altura de Chilpancingo, Guerrero, fueron abatidos a tiros dos estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, del mismo estado de Guerrero.

Los disparos partieron, sin lugar a dudas, de uno de los dos contingentes policíacos (ministerial y Federal) encargados del desalojo.

Ayer, lunes 2 de enero de este 2012, la prensa dio cuenta del fallecimiento de una tercera víctima, un modesto despachador de gasolina que, en un heroico intento por evitar una catastrófica explosión, sufrió terribles quemaduras al cortar el flujo de combustible hacia los dispensarios de la estación de servicio donde trabajaba, incendiados, según versión oficial, por los estudiantes inconformes.

Tan pronto se conoció la tragedia, se destaparon los intereses políticos encontrados, hoy exacerbados por la elección presidencial que se avecina: el gobernador, Ángel Heladio Aguirre Rivero, se descolgó de inmediato con la destitución fulminantemente del Procurador de Justicia del Estado y del Jefe de Seguridad Pública, al tiempo que enfatizaba que la orden de disparar no salió de su despacho y nos recetaba la consabida promesa anestésica (que nunca se cumple en ninguna parte): las investigaciones se llevarán “hasta sus últimas consecuencias, caiga quien caiga”.

Sus adversarios, en cambio, no ocultaron su intención de capitalizar el incidente en su provecho y, de ser posible, precipitar su caída para hacerse con el control del estado.

Nada nuevo bajo el sol, ciertamente; pero esta comedia de intereses deja ver claramente que no estamos ante un “error político” puro y simple, sino ante una compleja maniobra cuyos propósitos e intereses nada tienen que ver con los de las víctimas inocentes de la tragedia.

El suceso es gravísimo y preñado de enseñanzas que conviene intentar poner en claro. Si, según el conocido axioma jurídico, no hay culpable si no se establece el móvil del delito, creo que, ciertamente, es muy difícil culpar al gobernador Aguirre Rivero de la orden de disparar, pues resulta obvio que tal dislate lo daña a él, directamente, más que a ningún otro.

¿Por qué habría de darse ese tiro en el pie? Por tanto, no es descabellado pensar que más bien se trata de una trampa que le tendieron sus opositores más recalcitrantes, con la complicidad, eso sí, de altos funcionarios de su gabinete.

Pero, en cambio, sí que es evidentemente responsable de dos cosas no menos graves. La primera es la aplicación a los estudiantes de Ayotzinapa de la conocida política de diálogos, acuerdos firmados y promesas incumplidas, justificada con argumentos deleznables, plazos nunca respetados y rebuscados subterfugios administrativos para confundir a inexpertos, que fue lo que movió a los estudiantes a bloquear la “autopista del sol”.

La segunda es que sí dio la orden (o por lo menos fue de su pleno conocimiento y aprobación) de desalojo, en vez de aceptar su incumplimiento y sentarse a dialogar con los estudiantes, o, más simple aun, poner de inmediato en ejecución los acuerdos previamente pactados.

Pero hay más. Hace ya un buen rato (y Antorcha lo ha estado denunciando reiteradamente) que existe en los medios informativos una intensa y bien orquestada campaña en contra del derecho de protesta y de manifestación pública, ambas garantías tuteladas por nuestra Ley de leyes; es decir, existe un ataque sistemático a la Constitución General de la República, so pretexto de la defensa de los “derechos de terceros”, claramente consentida, y tal vez alentada, desde las más altas esferas del poder público.

El propósito de tal campaña no es un misterio para nadie: se trata de poner a la opinión pública de todo el país en contra de las garantías mencionadas, y, por esa vía, erradicarlas definitivamente del panorama nacional.

El carácter avieso (además de absolutamente ilegal) de esta campaña, se pone de manifiesto de varias maneras. Enumeraré sólo algunas.

1).- La descarada parcialidad de los medios que callan siempre, de manera absoluta, intencional y calculada, las demandas de quienes protestan, con lo cual hacen aparecer su lucha como irracional, carente de todo motivo o fundamento justificado y, por tanto, que sólo buscan crear problemas a la autoridad y perturbar la paz y la convivencia ciudadana.

Jamás (salvo “protestas” promovidas desde el poder, por los propios medios, o con la bendición de ambos) las notas que “informan” de una marcha, un mitin o un plantón, dicen algo coherente, entendible y racional sobre lo que piden, demandan o exigen los que protestan en la calle.

2).- La miopía de los reporteros (las excepciones honrosas las conocen ellos mismos) que fingen no ver ni entender el sufrimiento, la miseria y la necesidad de la gente, la gran desigualdad social que subyace a toda intranquilidad pública, y, en cambio, recargar las tintas hasta el absurdo sobre los daños a negocios vecinos al plantón o sobre el “tremendo caos vehicular” que ocasionan marchas y plantones.

Por eso mismo, nunca recogen los señalamientos sobre las burlas, los incumplimientos, las entrevistas pospuestas o que nunca llegan a nada, de los funcionarios cuestionados, lo que hace parecer la protesta como intempestiva, una ocurrencia súbita nacida del cerebro de gente sin nada mejor qué hacer, o bien, como una oscura maniobra de los líderes que manipulan brutalmente a la masa.

¡Nada contra los funcionarios! ¡Toda la culpa sobre las espaldas del pobrerío, que al fin para sufrir nació!

3).- Finalmente, el ramillete de epítetos, calumnias y “acusaciones” en contra de quienes se defienden organizadamente. Aquí hay que sumar los “nuevos” planteamientos de la guerra, como exigir a las autoridades que obliguen a los pobres a “indemnizar” (?¡) a los dueños de negocios dañados por su protesta; la “nueva” caracterización de la lucha social como “chantaje” y “extorsión” en contra de “indefensos funcionarios” que se niegan a atender las demandas de los pobres, o en contra de su Secretaría de Estado completa, es decir, los patos tirándoles a las escopetas, como suele decirse.

Suma y sigue: también el “nuevo” delito: quien se estaciona en un lugar público para protestar, comete, por eso, un robo o un despojo que debe ser castigado como tal.

En síntesis, los marchistas nunca defienden causas legítimas; sus protestas violan derechos de terceros y deslegitiman al poder establecido; son agrupaciones de delincuentes extorsionadores y chantajistas que sólo buscan dinero y, para colmo, cometen robo y despojo contra la sociedad.

Consecuentemente, varios medios han dado el siguiente paso: ya no se conforman con atacar y calumniar a los que protestan; ahora encaran a los ejecutivos de los tres niveles y a los jefes policíacos y les exigen terminantemente “que cumplan con su deber” y “apliquen la ley” a los delincuentes.

Es decir, se están asumiendo como una fuerza de presión directa para obligar al Estado a reprimir la protesta social sin mayores contemplaciones.

Y es evidente que el gobernador Aguirre Rivero, cuando aprobó el desalojo, tenía en mente esto y la tormenta de lodo que se le vendría encima si no actuaba “conforme a derecho”.

Por tato, en la trágica muerte de los dos normalistas y del humilde despachador de combustibles hay, además de los ejecutores materiales y de sus jefes inmediatos, dos responsables más:1).- el gobernador de Guerrero que, en vez de atender las demandas de los estudiantes, abrió la jaula de los leones y ordenó su desalojo; 2).- los cabecillas de la guerra mediática, liderados por Ciro Gómez Leyva, que están empujando al estado mexicano a acallar la protesta social con macanas y plomo, aunque digan lo contrario.

En vano Ciro Gómez salió a curarse en salud diciendo que está por que se acaben las protestas públicas “¡pero así no! ¡Mil veces no!”.

Aquí no hay para donde hacerse: quien le abre la puerta a la represión en vez de al diálogo serio y resolutivo, al igual que quien la exige y aplaude a sabiendas de que la policía está para golpear y no para “convencer con buenas razones”, es plenamente culpable, aunque sea por imprevisión y estupidez, de las nefastas consecuencias de su actuación.

Y debiera aceptar, con valor y honestidad, la paternidad de tales consecuencias.

 

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