Hace poco, los noticiarios nocturnos de la televisión dieron cuenta de dos eventos cuyo distinto tratamiento llamó mi atención. El primero se refería al tropiezo de un conocido senador del PVEM con el alcoholímetro y lo que siguió después, hasta su salida prematura de “El Torito” gracias a un “amparo al vapor”. Largos minutos y profusos comentarios se dedicaron al vulgar incidente; y un conocido “dómine”, que considera que la humanidad no puede perderse su nada decisiva opinión sobre algunas de las noticias que lee, se tiró una parrafada “moral” reprochando al partido del senador su excesiva tolerancia.
¡Puf! La otra nota era sobre la divergencia de opinión entre el señor diputado priista, Manlio Fabio Beltrones y el gobernador de Guerrero, Ángel Heladio Aguirre, sobre las llamadas “policías comunitarias”. Esperaba, por la innegable importancia del asunto, cuando menos el mismo tratamiento. Pero me quedé esperando. Dos o tres noches después, el “dómine” cerró la discusión declarando salomónicamente que todo era parte de la “picaresca” (?) tradicional de la política mexicana.
Y no es así. El caso implica cuestiones de principio y de política práctica de gran trascendencia (positiva o negativa según su desarrollo ulterior) para la vida de los mexicanos. Para empezar, insisto en que las “policías comunitarias”, independientemente de las intenciones de sus creadores y de su verdadera eficacia para combatir la inseguridad, constituyen, sin lugar a dudas, una obvia y flagrante ruptura del Estado de Derecho: 1. porque su creación no se funda en ningún ordenamiento legal vigente ni en ningún mandato constitucional; 2. porque las detenciones que realizan no cumplen con ninguno de los requisitos exigidos por la ley, lo que abre la puerta a la arbitrariedad y al abuso de quienes las ejecutan (se puede alegar flagrancia, pero la flagrancia también tiene que probarse fehacientemente); 3. porque el reo queda en la más absoluta indefensión jurídica al no contar con asesoría legal; no conocer las razones precisas de su detención; no conocer a sus acusadores; no ser presentado en el plazo legal debido ante el ministerio público y no ser vencido en juicio, contra todas las reglas del debido proceso; 4. porque es la misma “policía comunitaria” quien se constituye en fiscal, juez que condena y brazo que ejecuta la sentencia, lo que le resta al proceso hasta el mínimo vestigio de imparcialidad, equidad y certeza jurídica.
Por estas razones y hechos innegables que la propia televisión se ha encargado de difundir, tiene toda la razón el diputado Beltrones cuando plantea que la solución a la inseguridad que azota al país es y debe ser siempre responsabilidad de las instituciones, del poder legítimamente constituido, y no de las ocurrencias “espontaneas” de nadie, por bienintencionado que parezca.
El señor gobernador Aguirre, por su lado, argumenta que esas “policías” son la expresión legítima de la desesperación y de la desconfianza popular hacia las instituciones y hacia el gobierno (de los tres niveles, dice) por la incompetencia y falta de voluntad que han mostrado hasta hoy para cumplir con su deber en la materia. Esta es una verdad gigante que ningún mexicano sensato se atrevería a negar; pero ¿qué se deduce de ella? Evidentemente, como dice el diputado Beltrones, que el Estado y los gobernantes deben replantear sus estrategias en materia de seguridad e impartición de justicia para hacerlas más reales y efectivas o, de lo contrario, renunciar al cargo.
El gobernador Aguirre, en cambio, concluye que, ante la incapacidad de los poderes públicos, hay que dejar que la gente se arme para defenderse, y limitarse a brindar apoyo a tal iniciativa. Pero este juicio olvida que el Estado no puede abdicar de las responsabilidades y funciones que la ley le confiere y que constituyen la razón misma de su existencia, ni tampoco subrogarlas a persona o institución alguna, sin que ello signifique poner en tela de juicio la necesidad de un gobierno legalmente constituido; sin debilitar las bases del poder del Estado y comenzar a convertirlo en un “Estado fallido”.
Y hay más. ¿En qué reside la superioridad de las “policías comunitarias” sobre el Ejército y la policía a secas? ¿Por qué éstos no han podido con la delincuencia y aquellas sí podrán? Según lo que hasta hoy sabemos por la televisión y los medios en general, su modus operandi se parece como un huevo a otro huevo: grupos numerosos, encapuchados, con armas muy intimidantes, forman “retenes”, obligan a los vehículos a detenerse, los someten a un “severo” (?) registro y arrestan a todo aquel que les parece sospechoso.
Pero, mientras que el anonimato de los servidores oficiales es parcial, es decir, son “anónimos” sólo para criminales y posibles víctimas de su acción, pero no para sus superiores, que conocen santo y seña de los integrantes del retén, en las “policías comunitarias” el anonimato es absoluto: nadie, ni los delincuentes ni la gente ni el gobierno, conocen la identidad de quienes han tomado la justicia en sus manos.
Al menos en apariencia, estas “policías” no responden ante nadie por la forma en que ejercen el poder que se han arrogado. Los riesgos de mayor arbitrariedad, abusos y violación a los derechos humanos, pues, parecen crecer y no disminuir con estas “policías comunitarias”.
Hace poco, la televisión mostró a un civil que, esgrimiendo un folder ante la cámara, aseguraba que allí estaba “la ley que ellos aplican”, prueba de que no obran arbitrariamente, y enfáticamente añadía: aquí, si el Presidente de la república viene y comete un delito, va a la cárcel, como cualquier otro.
¿Será, pues, la “superioridad moral del pueblo” lo que hace a estas policías más eficaces que sus similares institucionales? Pero, aparte de que nadie sabe quién y cómo certifica tal calidad moral, hay que preguntarse si, aun en este caso, basta con eso para garantizar la aplicación correcta de la ley y la justicia.
Por ejemplo, el campesino del que hablo, ¿se dará cuenta de que el problema no es sólo tener la firme resolución de castigar al delincuente, así sea el Presidente de la república, sino también garantizar que se tiene en las manos al verdadero malhechor y no a un chivo expiatorio o a un inocente, aunque sólo sea por error? ¿Se dará cuenta de que omitir el debido proceso y someter al detenido a un juicio popular sumarísimo no es precisamente la mejor manera de identificar a los verdaderos criminales? Eso, sin mencionar que tales juicios, en tiempos de paz, son una ruptura brutal del Estado de Derecho.
Ítem más. ¿Quién forma esos grupos?, ¿cómo los seleccionan?, ¿quién les proporciona armas y adiestramiento para su manejo? Se dice que en Apatzingán, Michoacán, está operando una “policía comunitaria” de 400 elementos, ¡un pequeño ejército!, ¿se puede improvisar un ejército así de la noche a la mañana?, ¿y por qué las mafias parecen paralizadas ante el fenómeno?, ¿les tienen miedo?, ¿las creen más temibles que el Ejército mismo?, ¿o veremos cualquier día de estos una masacre provocada por la irresponsabilidad de los promotores y creadores de estas policías? ¿No cabe, acaso, la sospecha de que sean los mismos capos quienes se escondan detrás de las capuchas? Por lo demás, parece obvio que, si el fenómeno sigue creciendo como va, el riesgo de fragmentación de la unidad nacional crecerá en la misma medida.
No será el Movimiento Antorchista Nacional, desde luego, quien se espante y se oponga a que el pueblo se organice, como pueda y sepa, para defender sus legítimos derechos. Pero, ¿es su “legítimo derecho” hacerle el trabajo sucio al Estado y al Gobierno? ¿Por qué no, en vez de eso, aplica todo su poder, inteligencia e iniciativa para conseguir justicia y para remediar las verdaderas causas, políticas y estructurales, de la pobreza que lo agobia?
Esto nos lleva de la mano a la última pregunta que suscitan las “policías comunitarias”: ¿son realmente una creación popular o forman parte de un plan urdido en los altos cenáculos del verdadero poder, de dentro y de fuera, que manipulan al país? Si así fuera, quedarían sin efecto las dudas hasta aquí expresadas, se tornaría lógica la aparente ingenuidad del gobernador de Guerrero y se explicaría la parsimonia con que parecen estar actuando las instancias federales. Pero también el escepticismo del Antorchismo Nacional y la postura del señor diputado, Manlio Fabio Beltrones, quedarían más justificados que nunca.