Luciérnaga Vespertina
Mis vacaciones de verano las disfruté en una pequeña casa de campo a pie de las montañas. Durante las tardes lluviosas y frías compartía el tiempo con mi pequeña sobrina de nueve años, ambas frente a la ventana de la habitación desde la cual podíamos ver una jacaranda recién sembrada conversábamos sobre la vida. Mi pequeña sobrina al hacer su equipaje para el viaje olvidó su pijama, sin embargo, llevó consigo en su bolsa de mano un artículo de primera necesidad para disfrutar el tiempo, la soledad y el silencio: el libro. En esta ocasión fueron dos, Frankenstein de Mary Shelley en su adaptación para niños y El Principito de Antoine de Saint-Exupéry.
A lo largo de mi vida como profesora de literatura, pocas veces me he sorprendido tanto con la lectura que un joven hace de algún texto, como en esta ocasión. La lectura ingenua que una niña de nueve años hacía de un clásico de la literatura inglesa despertó en mí la atención y curiosidad pedagógica. Al escuchar a esta sensible niña relatar la historia y señalar minuciosamente cada acontecimiento que tejía el argumento, ver en su rostro la expresión de sorpresa que delataba la admiración por lo que sucedía en la vida del protagonista, involuntariamente hicieron aflorar en mí el oficio que durante años he realizado con amor, interés y curiosidad, la docencia. A partir de aquel momento y durante días, ella y yo entablamos un diálogo sobre la historia de aquel ser creado a partir de miembros y órganos de cadáveres diversos.
Mi sobrina inició la lectura de Frankenstein… sola, sin la necesidad del imperativo familiar o escolar: “hazlo”. Evento que me hizo recordar indudablemente al protagonista de la novela del mismo nombre, el Dr. Frankenstein por sí solo inició el estudio de la ciencia que lo llevaría más tarde a su más temible creación. Así lo dijo él mismo, “si mi padre me lo hubiera indicado, probablemente habría perdido el interés”.
Tan bella experiencia con el asombro y la ingenuidad de la niñez me hizo recordar la lectura que de Frankenstein o El moderno Prometeo había hecho ya algunas décadas atrás, y me hizo pensar especialmente en mi próximo regreso a clases. Frankenstein… no solamente es una novela gótica, de terror o ciencia ficción, según quieran verla, Frankenstein o El moderno Prometeo es, ante todo para mí, un tratado de pedagogía sin par. Que parte de esta historia se lleve a cabo en Ginebra, Suiza ¿habrá sido un hecho casual? Dos razones para pensar que no lo fue; en Suiza germinó el relato en la pluma de Mary Shelley, y en Suiza nació, en el siglo XVIII, el pensador que agudamente escribió sobre educación en su libro Emilio o de la educación, Juan Jacobo Rousseau. Ambos textos desde rutas distintas me llevan irremediablemente a la concepción pedagógica de la vida y de una época.
La tendencia educativa actual pretende dar un nuevo enfoque promoviendo la llamada metodología “aula invertida”, Flipped Classroom para aquellos que suelen conservar los términos en el idioma original, también conocida como “aprendizaje invertido o inverso”. Este enfoque metodológico no es otra cosa que la autonomía del aprendizaje del alumno y la poca intervención expositiva del profesor en el aula. La idea “aula invertida” ya tiene un par de lustros de existencia, de hecho, si analizamos la historia de la pedagogía o si tan solo leyéramos Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley o Emilio o de la educación de Rousseau, podríamos considerar que es tan antigua como la humanidad misma. Al parecer esta metodología nació por el propósito de inclusión. Pretendió que campesinos con dificultades de llegar a la escuela tuvieran la posibilidad de seguir estudiando desde casa, claro esto implica contar con las herramientas, espacios, ambientes, libros, internet, biblioteca, dinero, luz, entre otras cosas que en el ámbito rural de algunos rincones de nuestro país aún no hay, y esto será motivo de otra nota más adelante. En la misma ciudad, familias carecen de estos recursos, claramente se vivió durante los meses de confinamiento. Así que hoy, esta metodología que se promueve como la llave maestra hacia el futuro para combatir el desinterés y antipatía por el conocimiento invita a los individuos a ser autodidactas ¡qué ironía!
Regresando a la historia de Mary Shelley, escrita y publicada en el siglo XIX, donde nuestro protagonista, el Dr. Frankenstein quien crea aquel “monstruo” al que conocemos equivocadamente como Frankenstein, fue en su niñez y juventud autodidacta, y cuando ingresa a la universidad su método de aprendizaje no es otro que el ahora llamado “inverso”, información para los que creen haber descubierto el hilo negro. Cuando Frankenstein ingresa a la universidad sólo asiste a conferencias de los grandes maestros en el tema, el resto de su aprendizaje lo hace por cuenta propia. Quienes han pasado las barreras de los grados académicos, sabrán que el alumno en un doctorado trabaja en su propio aprendizaje desde la investigación y el trabajo académico individual, nada nuevo. Así es como desde la literatura se descubre el educar y el entender de una época.
Por otra parte, desde la filosofía, Juan Jacobo Rousseau en su Emilio o de la educación señala que por necesidades opuestas de la sociedad “…proceden dos formas contrarias de institución (educativa): una pública y común; otra particular y doméstica.” Cuidado cuando se refiere a institución pública no es la que ahora vinculamos como gratuita, sino aquella que está sujeta a un sistema en común con el propósito de formar ciudadanos, ya que para formar hombres está la educación doméstica, particular, o de la Naturaleza.
Aquel engendro creado por el Dr. Frankenstein en un laboratorio con miembros de cuerpos que él mismo sustraía del panteón no se desarrolló biológicamente, él ya era un adulto cuando vio la luz de la vida. Sin embargo, en aquel encuentro entre el engendro y su creador, con compasión descubrimos su andar por el mundo y su proceso de aprendizaje. Sin maestro ni facilitador, sin escuelas ni tareas aprendió el idioma, los conceptos, las emociones, los juicios, la condición humana en general, ¿qué lo motivó?, ¿entender el mundo y su naturaleza? Fue pues, su educación particular y doméstica.
Ahora que el regreso a clases es inminente, me pregunto ¿con qué ojos debo mirar el mundo ahora?, ¿qué es lo que estropea la inteligencia humana?, ¿el tedio?, ¿la ambición?, ¿la tecnología? La última opción sería la respuesta contra la tendencia educativa que hoy da dirección al común de los sistemas, por tanto, una respuesta reprobable. Recordé entonces a mi sobrina de nombre Victoria, nombre que augura su victoria ante la vida, cuando juntas estudiamos aritmética y literatura solo con un lápiz, un cuaderno y un libro, ¿qué es lo que aprendiste hoy? -le pregunté. “Que estudiar es divertido” -me respondió.
Jaquelina Rodríguez Ibarra
Estudié literatura porque en los libros he aprendido a vivir. Por las mañanas dedico el tiempo impartiendo clases de literatura en la Prepa Vizcaínas y editando la revista Jardín de Letras que cada verano presenta los textos escritos por los jóvenes que gustan de las letras. Por las tardes edito la publicación digital Terciopelo Negro; también leo, escribo y sueño.
Colaboradora desde el 6 de agosto de 2021.
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