Los nuevos sismos ocurridos ayer en la capital del país, constituyen un doloroso momento y una fuerte lección de humildad para los mexicanos de todas las regiones del país. Con el terremoto del pasado siete de septiembre, fuimos testigos de cómo dos de las entidades federativas del país social y económicamente más rezagadas, fueron en las que ocurrieron los mayores daños, y gran parte de eso se le atribuyó justamente al atraso. Ayer comprobamos que el corazón de la República también podía ser susceptible de una tragedia mayúscula, incluso con un sismo aparentemente de menor intensidad que el de hace trece días. Y lo fue.
En efecto, en las primeras horas de la tarde de ayer ocurrieron dos nuevos sismos, que volvieron a conmocionar al país. Uno y otro ocurrieron con segundos de diferencia, y tuvieron sus respectivos epicentros en la región centro del país. Los efectos se percibieron en prácticamente toda la región centro y sureste de México, pero la devastación ocurrió principalmente en donde todos creíamos que nunca volvería a ocurrir una tragedia por la caída de edificios, luego de la dolorosísima experiencia para millones de personas por el terremoto de este mismo día, pero del año de 1985: la Ciudad de México.
Y es que cuando ocurrió el primero de esta cadena de sismos, en los últimos minutos del pasado siete de septiembre, la tragedia humanitaria y el colapso de la infraestructura ocurrida en Oaxaca y Chiapas se atribuyó a la pobreza y al atraso en la forma en cómo estaban construidas muchas de las edificaciones que colapsaron.
En este mismo espacio, el lunes 11 de septiembre apuntamos que desde el primer momento, se pudo apreciar a través de imágenes difundidas en redes sociales, que la gran mayoría de los daños ocurrió en inmuebles construidos con adobe, techumbres, tejas, láminas y otros materiales que eran tradicionales en otras épocas, pero que no corresponden a construcciones de años recientes. E incluso, a pesar de la magnitud del movimiento sísmico, y de la cantidad de inmuebles dañados en la región del Istmo —muchos de ellos quedaron totalmente destruidos—, lo cierto es que el número de víctimas humanas no fue el que se habría esperado de un movimiento de dimensiones equiparables en otro tiempo y lugar.
En aquella misma entrega —de hace apenas nueve días— también apuntamos que una de las cuestiones de mayor trascendencia en cuanto a la cultura de la prevención, ha sido la capacidad de establecer, y de que toda la gente lo entienda, los esquemas de construcción acordes con la zona en la que habitamos. En un país en donde parece que todo puede prestarse a la corrupción y a las omisiones, resulta que todos han comprendido la importancia de no brincarse, no bordear, y no simular los lineamientos bajo los cuales deben realizarse las edificaciones. En gran medida, esa fue una de las razones por las que en los núcleos urbanos no hubo más que algunos cristales rotos y daños menores provocados por el movimiento sísmico, pero no una tragedia de grandes dimensiones como la que ocurrió en el terremoto de 1985.
TODO PUEDE PASAR
En aquella ocasión, decíamos que una de las razones por las que fue exponencial el número de víctimas humanas y pérdidas materiales en la Ciudad de México durante el terremoto de 1985, radicó en la deficiente calidad de construcción, y en las incorrectas normas que regían el diseño de las edificaciones que se vinieron abajo. Aquella fue la gran prueba de un inmueble que casi cuarenta años antes se había construido con un sofisticado sistema antisísmico —la Torre Latinoamericana— y que demostró cómo cuando algo se construye a partir del reconocimiento del terreno en el que se encuentra, una posible tragedia puede no quedar más que en la anécdota.
Por eso, dijimos, a partir de entonces no sólo en la capital del país, sino en todo México, se ajustaron los lineamientos y las medidas de protección en todas las construcciones. Por esa razón, ante la contingencia sísmica, hubo una gran diferencia entre aquellas construcciones antiguas que fueron construidas con diseños y medidas de prevención que o no eran lo suficientemente sofisticadas como las actuales —algunas ya existían, pero eran muy costosas y elitistas—, o que no consideraron la sismicidad del suelo en el que estaban asentadas, y aquellas edificaciones que ya fueron proyectadas o reforzadas después de 1985 y ya consideraban las medidas de prevención por ubicarse en una zona de alta sismicidad.
¿Qué podemos apuntar frente a la tragedia de ayer en la Ciudad de México? Que, evidentemente, se ha avanzado de manera importante en la difusión de una amplia cultura de la protección civil, pero que aún hace falta mucho por hacer; que, es cierto, hoy la mayoría de las construcciones cuentan con diseño y construcción que consideran la zona sísmica en la que se encuentran; y que, en general, la población tiene cierta idea de qué hacer durante un terremoto.
Sin embargo, ante los hechos también debemos reconocer que no todo está hecho: ni las medidas de protección civil son —ni serán nunca— las suficientes; ni tampoco estaba todo hecho en cuanto al establecimiento de inmuebles antisísmicos —por eso ayer colapsó una cuarentena de edificios en la Ciudad de México—; que ni por la amarguísima experiencia de 1985, la capital del país estaba exenta de una nueva catástrofe; y que las consecuencias funestas de los sismos no son exclusivas de las zonas en pobreza o marginación, como inicialmente fueron consideradas las zonas de desastre por el primer sismo, y que fue en lo que se explicó el número de viviendas, edificios públicos e infraestructura colapsados, o con daños estructurales, a causa del sismo.
En el fondo, todo esto debe movernos a una profunda lección de humildad y reconsideración de lo que hemos hecho. Debe quedarnos claro que no todo está hecho en materia de protección civil —desde el “no corro, no grito, no empujo”, hasta las técnicas de construcción y verificación de los inmuebles para corroborar que no representan un riesgo ante una contingencia como esta—; que nadie está exento de las consecuencias trágicas de un movimiento sísmico; que esto no es propio de comunidades rurales o urbanas y que, todos en México, debemos seguir haciendo todo lo que sea necesario para reforzar la cultura de la prevención entre nosotros mismos.
No podemos dedicarnos a la búsqueda de responsables. Todo esto, no es culpa de alguien en particular. Lo que sí podemos hacer es redoblar los esfuerzos encaminados a la prevención, a las medidas de seguridad para la previsión de estos riesgos, y a la preparación para saber qué hacer en caso de un desastre como los que han ocurrido en México.
A PREPARARNOS
Estos son momentos de profundo dolor para toda la nación. Por eso debemos mostrar nuestra solidaridad en medio de la tragedia, ayudando y donando. Pero sobre todo, debemos tomar conciencia de estas durísimas lecciones de humildad y responsabilidad que necesitamos asumir todos como nación, para estar mejor preparados para cuando algo como esto vuelva a ocurrir —porque, irremediablemente, así será, aunque no sepamos cuándo ni cómo— en México.
Tomado de Al Margen: https://columnaalmargen.mx/2017/09/20/refuerzo-a-la-cultura-de-la-prevencion-la-leccion-que-todos-debemos-aprender-frente-a-los-sismos/