Al pie de una foto
Para mis sobrinos que aún tienen alma de niño
Ramiro atisbó desde un extremo del andén antes de abordar el vagón del metro, los guardias eran un peligro pues estaba prohibido el comercio en el interior del transporte colectivo, subió de un salto y estuvo a punto de resbalar por esos tenis tan grandes que calzaba y había encontrado en un basurero, se hincó para apretar las agujetas y esperó a que arrancara el convoy, desplazándose rápidamente entre los viajeros empezó a ofrecer su producto: ¡Dama, caballero, señor, señora señorita le vengo a ofrecer este producto de primera calidad para celebrar estas fiestas decembrinas, por solo 20, $ 20 le vale, 20 pesos le cuesta, llévese usted una extensión de 2 metros con lámparas de colores con iluminación de led, para el árbol navideño, la paredes, los balcones, para el gorro del niño, la niña. Lleva batería incluida, llévelo por $ 20 una tira, dos por $ 35 ¡para que no vaya a pagar su precio comercial de 100 pesos, llévese la oferta, la promoción, 2 metros de iluminación led a colores por tan solo $ 20!
El tren circulaba sobre la calzada de Tlalpan en la Ciudad de México, como siempre a esa hora rebosaba de gente que cargaba todo tipo de enseres y bultos, mochilas, carteras de mano, portafolios, enormes bolsas de plástico negro con mercancía, pesadas cajas con herramienta, etcétera. Cuando más feliz estaba haciendo planes para ir a descansar pues había vendido los últimos tres productos después de muchas horas de trabajo, desde la ventanilla del vagón vio claramente con los ojos desorbitados a un enorme camión embestir a un perro que le pareció muy conocido, incluso el gemido del animal le pareció muy familiar, el corazón le dio un tremendo vuelco, Ramiro gritó horrorizado ¡Ladrón! con la garganta hecha un nudo y la vocecilla apenas perceptible. Bajó del metropolitano a toda velocidad en la siguiente estación y regresó corriendo hasta el lugar de accidente.
Ahí encontró el camión de carga detenido, el chofer y sus ayudantes revisaban los neumáticos del vehículo mientras reían a carcajadas haciendo bromas. Metros atrás el cuerpo inerte e informe del perro era poco menos que un bulto sanguinolento, Ramiro se acercó llorando en silencio, lágrimas tibias escurrían por sus helas mejillas tan resecas y sucias como algunos pedazos de la piel del animal. Hacía unas semanas que su perro había desaparecido misteriosamente y ahora en esa mala hora lo había encontrado solo para verlo morir. Se quedó sentado en la acera por mucho tiempo mirando los restos de “Ladrón” pensó en tocarlo para cerciorarse, pero no pudo, un dolor infinito lo paralizaba, ahí estaban los despojos de su único amigo y hermano al que había criado desde muchos meses atrás cuando siendo un cachorro lo rescató de una cloaca de la red de drenaje. Lo había llamado “Ladrón” por su gran habilidad para sustraer comida de mercados y negocios para luego llevarlos a su escondite y compartir con su amo y hermano. Aunque al niño no le parecía correcta la actitud de su perro el hambre era una maldición que los acosaba todo el tiempo. Por vez primera en su corta vida se sintió realmente solo y desgraciado, el tráfico en la avenida recobró su ajetreo, se acercó un policía de tránsito con un trabajador municipal de limpia que recogió los restos del perro para arrojarlos en una gran bolsa de plástico y luego a su carretilla con la que desapareció.
Ramiro caminó por largos, interminables minutos hasta llegar a una taquería conocida donde comió algo por unos pesos, el vendedor que era buena persona solo le cobró una pequeña cantidad por el consumo, luego se dirigió al escondrijo donde dormía con otros niños y adolescentes sin casa o familia. Era una covacha improvisada con cartones y pedazos de lona rota construida en los recovecos de los respiraderos de una estación del metro. Se detuvo a varios metros de distancia y se tiró en el pasto del camellón, desde ahí observó a sus compañeros inhalar solventes, beber cerveza y comer algunas tortas que se arrebataban jugando. A su manera celebraban la navidad, los vio gritar borrachos, discutir y luego forcejear peleando, algo que hacían cotidianamente, como en todos lados también ahí se imponía la ley del más fuerte. Sintió mucho frío, el pasto húmedo y en viento helado lo hacían temblar, si estuviera aquí “Ladrón” lo abrazaría como siempre para darse calor y protección mutua.
Mientras sus compañeros iban cayendo uno a uno dormidos, extraviados por la droga o el alcohol recordó que por estas fechas hacía ya un año había salido de la casa del abuelo con la encomienda de vender algunas botellas de miel de abeja, propóleo y polen que producían en el pequeño rancho, sus padres habían migrado a EUA desde que era un bebé dejándolo al cuidado del viejo campesino. La idea era caminar por las colonias cercanes y realizar alguna venta como lo hacía el abuelo que en esa ocasión por encontrarse muy enfermo no tuvo otro remedio que enviar al chiquillo a ofrecer sus productos. La tarea se había complicado después de que en un asalto perdiera todo para más adelante sin saber que hacer o como responder ante el abuelo por la pérdida empezó caminar sin rumbo hasta perderse. Deambuló por un par de días con otro chiquillo hasta llegar por azar a la gran ciudad, donde hasta ahora había sobrevivido de milagro.
Ahora que ya pasaba de medianoche despertó tiritando de frío, a lo lejos música, cohetes que estallaban y algarabía de fiesta, el metro había cerrado y sus compañeros roncaban apilados unos sobre otros, se acercó con mucho sigilo y sin hacer ruido se introdujo hasta el fondo de la choza donde escarbó con las manos hasta extraer de entre la tierra un paquete cubierto por plástico era una lata de sardinas. Dio unos pasos en dirección de la luz y abrió el paquete, había muchos billetes y algunas monedas. Eran los ahorros de su trabajo como vendedor ambulante en los vagones de metro, sin contar el dinero calculó que era suficiente para regresar a casa y recompensar al abuelo por lo perdido, quizá pudieran incluso cubrir el costo de los medicamentos del anciano. No dio un último vistazo a su familia provisional, tampoco los despojó de alguna prenda pese al viento gélido que cortaba como puntas de lanza, la ciudad indiferente ardía helada entre luces de neón y rugidos de motores.
Por fin regresaría a casa tenía que huir de ahí, vino a su encuentro la imagen del amado rostro del abuelo iluminado con esa mirada tan dulce como la miel de las colmenas, empezó a caminar a paso firme entre la penumbra de la calle, dentro de la bolsa del pantalón apretó con toda la fuerza de su pequeña mano el dinero como si fuera un pasaporte al paraíso perdido. Sintió un poco de miedo al pensar en la posibilidad de otro asalto, era apenas un niño solo en medio de la obscuridad, un cachorro huérfano en la jungla, una presa fácil para una infinidad de fieras que acechaban en la noche. Apenas un par de calles recorridas y escuchó a sus espaldas un lamento escalofriante, luego un golpe como de garras que lo derribó sobre el asfalto, presa del pánico grito en medio de la nada.
Cayo de bruces golpeándose la cabeza, atontado intentó incorporarse, pero solo pudo girar su cuerpo para quedar de frente al agresor. Su corazón latió con más fuerza que nunca y dijo lleno de alegría ¡Ladrón! Ahí estaba frente a él su único y querido amigo, el cachorro ya crecido mirándolo inquieto con dos estrellas como pupilas, olisqueándolo con frenesí, dando pequeños saltos y moviendo la cola. Se dieron un larguísimo y cálido abrazo, el perro tenía una tosca cuerda atada al cuello, con seguridad lo había retenido atado en algún lugar.
Encantados por el encuentro caminaron los amigos hasta las afueras de la ciudad, siguieron con ánimo por la orilla de la autopista hasta que un viajero se ofreció a llevarlos en la batea de la camioneta hasta una comunidad cercana a su pueblo, donde los dejó diciéndoles de buen agrado a través de la ventana ¡Feliz navidad amigos los dioses nuevos y antiguos los bendigan! Luego subieron jugueteando una pequeña montaña detrás de la cual estaba su destino final, al llegar a la cima la luz dorada de la mañana dejaba ver a la distancia el caserío con sus techos de teja y las milpas secas, más allá como una diminuta hormiga la silueta del abuelo caminando con su bastón rumbo a los cajones de las colmenas.
Fernando García Álvarez
Nací enamorado de la luz y desde muy joven decidí ser artesano de sus reflejos. He sido aprendiz y alumno de generosos mentores que me llevaron al mundo de las artes y la comunicación. Así he publicado mis fotografías y letras en diversos foros y medios nacionales e internacionales desde hace varias décadas. El compromiso adquirido a través de la conciencia social me ha llevado a la docencia.
Colaborador desde el 10 de diciembre de 2021.
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