Oaxaca es un caso emblemático en materia de nuevos aprendizajes políticos, no sólo para quienes aspiran a estrenarse o reposicionarse dentro del próximo grupo gobernante, sino para todos aquellos que observarán de cerca su actuar, en Oaxaca y en todo el país.
Lo que se haga en materia de gobierno en los próximos dos años se convertirá en un referente importante de lo que sigue en materia de coaliciones, no únicamente en el terreno electoral, sino en la integración de una agenda de gobierno de corte progresista.
El primer paso se está dando en la elaboración del programa preliminar de gobierno, que ha convocado a la suma de posiciones distintas desde una lógica participativa y de complementariedad, no de antagonismos.
Los diversos foros realizados han abierto esta oportunidad, aunque habría que admitir que la ruta es compleja y que el terreno no es plano, pero es una ruta necesaria para conciliar y construir, lejos de la tradición de imponer.
Resulta saludable que la convocatoria se haya dirigido a todos aquellos ciudadanos con disposición de participar y contribuir en la elaboración del Plan Estatal de Desarrollo, recuperando la multiplicidad de experiencias y saberes, de gente de comunidades, organizaciones, activistas sociales, universitarios, etcétera, al margen de afiliaciones partidistas.
Lo que sigue en materia de sistematización de propuestas y lo que se haga en materia de gobierno en los primeros dos años, así como las iniciativas que se logren empujar en el Congreso local, serán determinantes en materia de reorganización política porque los acuerdos que se logren en Oaxaca podrían mostrar al país el camino de la recuperación de confianza de los ciudadanos en las instituciones y en la legalidad.
Las enseñanzas de Oaxaca son relevantes para el país, si consideramos que en la entidad se había enquistado uno de los cacicazgos más férreos en el aparato estatal, arbitrario y patrimonialista, el cual mostró su fragilidad al ser arrastrado por el conflicto político del 2006 y por la descomposición institucional observada en los últimos cuatro años, que abonaron para la salida del PRI en el 2010.
En términos generales, habría que señalar que las lecciones del triunfo de la coalición opositora al PRI en Oaxaca, Puebla y Sinaloa, marcan dos rutas de organización de los partidos políticos y de las diversas corrientes que confluyen en su interior, tanto para las seis elecciones estatales que se realizarán en el 2011 como para las presidenciales del 2012.
La primera ruta, para la coalición triunfante y sus posibles acuerdos en lo subsiguiente, y la segunda ruta para la reorganización del PRI.
Respecto a la primera, la viabilidad de las coaliciones opositoras van más allá del señalamiento gastado de la mezcla de contrarios, puesto que se ha identificado que los principales nudos del viejo régimen se encuentran en la organización corporativa del priismo, en su cultura paternalista, en sus clientelas, y en sus prácticas impositivas; es cierto que esos vicios han sido exportados a otros partidos políticos, pero es en el tricolor donde se encuentra su principal trinchera.
En términos de congruencia doctrinaria y política, podría plantearse que la mezcla de contrarios señalada para detractar a la coalición se queda corta en comparación con la trayectoria del PRI, que lo mismo integra en su seno a corrientes de neoliberales pero también a grupos que dicen defender el estatismo e, incluso, a quienes no tienen la mínima idea de los virajes en los modelos y simplemente se limitan a cumplir órdenes de sus jefes.
Al respecto, habría que preguntar a algunos legisladores oaxaqueños de ese partido.
La segunda ruta tiene que ver con la reorganización del PRI a nivel nacional. De hecho, este partido se rearticula a partir de sus derrotas en las tres entidades mencionadas, y a eso responde la reforma electoral del Estado de México que pretende impedir la participación de una coalición opositora en el 2011, con una medida de paternalismo electoral que según sus dirigentes se justifica “para evitar confusiones entre los ciudadanos” respecto a una coalición de opciones políticas distintas.
Aunque los priistas no dicen nada de que su partido sea la encarnación de las contradicciones, en su interior se mezclan viejas organizaciones gremiales que se dicen nacionalistas con los poderes fácticos conservadores que han impulsado las medidas neoliberales más drásticas en el país.
Un ejemplo de la ultraderecha en el PRI se perfila en la alianza entre Peña Nieto con el grupo Televisa y el ex presidente Carlos Salinas de Gortari.
Por su parte, los priistas oaxaqueños, huérfanos de ideología y tutelaje, se debaten en pugnas por su fracaso electoral; su reorganización depende de las decisiones centralizadas y de los recursos económicos que ello traiga consigo, porque es indudable que el jefe máximo del partido en el estado se encuentra debilitado y que el jefe formal, el ex candidato del PRI, es portador del signo de la derrota.
Las purgas son y serán inevitables, más aún si consideramos que no dispondrán del presupuesto del aparato estatal para alimentar sus vínculos clientelares; por ello, los priistas locales claman el apoyo de su dirigencia nacional y de su virtual candidato a la Presidencia de la República, para que sean estos quienes llamen a la moderación de las facciones enfrentadas.
El futuro inmediato del PRI oaxaqueño ya no está en manos del gobernador ni de su dirigente formal en la entidad; sin la intervención de sus instancias centralizadas es inminente su caída libre, aunque ello sería muy saludable para el cambio democrático tanto de la entidad como del país en su conjunto.
(*) Investigador del IISUABJO.
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