CRÓNICAS DE LA ÍNSULA
El tema del general Porfirio Díaz de nuevo dio oportunidad a Oaxaca para resaltar en eso de vivir del pasado. La propuesta más socorrida fue reconocer los méritos del militar salvador de la patria, mismo que —se entiende en esa lógica— lo son tanto que remontan los no pocos ni desdeñables yerros de quien ejerció el poder con la fuerza militar durante tres décadas.
Desde cuando ya se reconocen esos méritos militares del hombre de Miahuatlán, por nadie menoscabados, por eso hubiera sido mejor que hoy en este Oaxaca del atraso y de la exaltación retrógrada del pasado, se diera una discusión sobre las enseñanzas que nos deja una dictadura militar como todos los regímenes de este signo: sangrienta, oscurantista.
La represión brutal en Cananea y Río Blanco, así como el exterminio de indios Mayos y Seris, junto con la censura absoluta de la prensa, la prohibición y encarcelamiento de periodistas, entre ellos los célebres hermanos Flores Magón, también oaxaqueños. Ese trato a la prensa reeditado hoy sería una de las vertientes a analizar.
Desde el momento que en 1911 Díaz aborda el Ypiranga, dejando tras de sí otra sangrienta revuelta que fue la Revolución iniciada en 1910, la primera del siglo pasado, él ya tenía encima esa responsabilidad histórica, pues alguien que desata un conflicto bélico en su país por su obstinación en permanecer en el poder en una patológica intentona de dictadura eterna, no puede ser colmado de honores como proponen quienes quizá olvidaron la historia completa del general del “mátalos en caliente”.
Al contrario de quienes opinan que no tiene caso discutir más el tema de Díaz, quizá si vale la pena hacerlo, pero con una mirada hacia el presente y el futuro.
Quienes escriben la historia son los historiadores, profesionales en esa materia, de ahí la necesidad de recurrir a los trabajos de especialistas en esta disciplina, más que a los de eruditos aficionados, o simpatizantes parciales del general.
Hay quienes por su notoria simpatía con el personaje en cuestión, como Enrique Krauze, escriben con cierta ligereza que hubo más muertos con los caudillos de la revolución que con Díaz en su dictadura. “Frente a Tlatelolco, La Cristiada o Topilejo, Porfirio palidece”. Es notoria la intención de exculpar al dictador, en esa lógica no hay que reprobar a quien haya matado poquito.
Por supuesto que en las revoluciones armadas hay muchos muertos, muchos traidores, oportunistas, que hacen verter sangre de más. En la que inició en México en 1910 se calcula un millón de muertos, en Rusia su revolución de octubre empatada con la primera guerra mundial arrojó ahí 20 millones de muertos.
Hay que reconocer y destacar que la autoridad militar y moral de Porfirio Díaz alcanzó para poner algo de orden en una nación en germen, su capacidad de negociación con los caciques regionales y hasta de reconciliación con el clero poderoso de la época, junto a su mano dura contra quien se opusiera a su política modernizadora de la economía, hicieron posible esa larga etapa de “paz y progreso” de que se habla. Hubo crecimiento económico y estabilidad financiera, se remontaron las deudas del país que tanta zozobra causaran en años pasados.
Pero la paz no era para todos, ni el progreso. Paz para los ricos mexicanos e inversionistas extranjeros, no para más de 3 millones 124 mil jornaleros del campo (“Peones acasillados”), así como otros 3 millones 600 mil que trabajaban en actividades primarias, agricultura, ganadería, silvicultura, caza y pesca.
Según el estudio “Lo positivo y lo negativo en el Porfirismo”, de Jesús Sirva Herzog (abuelo de Jesús Silva-Herzog Márquez), quien fue partícipe de la Revolución de 1910, funcionario de esos gobiernos y después historiador de la misma, no obstante los datos duros que aporta como economista destacado son testimonio de aquellas realidades.
El valor de la producción agropecuaria crecía vertiginosamente en esa época, así como de mercancías y artículos de la industria de la transformación, junto con las exportaciones. Se fundó el Banco de Londres con capital inglés y el Banco Nacional de México, con capital francés. El incremento de la economía fue considerable. El autor da estas cifras de los ingresos y egresos de la federación:
“De 1900-1901, comparando 1877-78 con 1910-11: ingresos, 24.5 millones y 81 millones. Egresos: 24 millones y 73.5 millones”. Este incremento indica los grandes avances logrados en esa etapa en todos los renglones de la economía, excepto en agricultura.
Sin embargo, Silva Herzog sostiene que sin ser innegable el progreso éste no puede llamarse desarrollo, pues supone “El maridaje de la eficiencia económica con la justicia social”.
De hecho este crecimiento y enriquecimiento de pocos se hizo sobre los hombros de millones de jornaleros, mineros y trabajadores sometidos a largas horas de trabajo, tiendas de raya, cancelación de derechos humanos de todo tipo, sin libertad de manifestación ni de expresión.
La política económica del porfirismo estuvo basada en inversiones extranjeras, como el ferrocarril que en su mayoría fue con capital inglés y estadunidense.
Pero lo más cruento de esta política fue la Ley de Colonización ampliada en 1883, con lo que ese gobierno creía que la mejor manera de desarrollar la agricultura nacional era traer colonos extranjeros.
Pueblos enteros fueron despojados de sus tierras por las compañías deslindadoras, sometidos a probar legalmente que las tierras que labraban desde tiempos inmemoriales eran suyas. No se sabe que alguna comunidad haya ganado uno de esos juicios.
El realismo mágico de América Latina podría haber iniciado entonces, pues la cantidad de terrenos “baldíos” que arrojó esta “colonización” es increíble: 49 millones de hectáreas, ¡la cuarta parte del territorio de México! “latifundismo absurdo y voraz, repitámoslo, que no tiene precedente en ningún país del mundo”. (Silva Herzog, Cuadernos Americanos, núm. 3, mayo-junio de 1970).
Pueblos enteros fueron arrasados, la paz porfirista no fue otra cosa que una represión y violencia constantes sobre los pueblos insurrectos, sin tierras para sus cultivos elementales: Tamazunchale, Huasteca Potosina; Yaquis y Mayos, Sonora; Texmelucan, Maravatío y Palomas, Michoacán; Papantla y Acayucan, Veracruz; Viezca y Jiménez, Coahuila; Valladolid, Yucatán, entre otros. Todos fueron aplastados a sangre y fuego por el ejército federal de la dictadura.
Quizá Díaz pudo salvar su prestigio si cumpliera lo que declaró al periodista norteamericano James Creelman de que permitiría elecciones libres ante un México ya preparado para la democracia; quizá al desaparecer su mano férrea decenas de políticos con ansias de poder hubieran asaltado el gobierno como asaltaron después al maderismo.
Pero el hubiera no existe y la historia tiene el registro de estos hechos duros, donde resalta el sacrificio de millones de personas para beneficio de unos cuantos.
Sin embargo, no es casual que hoy, cuando el caos social, político y económico agobian al país y a Oaxaca, se añore una mano dura que ponga orden y tranquilidad en la sociedad; el hartazgo por la inexistencia del Estado de derecho hace voltear hacia soluciones de este tipo.
Empero, no hay que confundir con la aplicación del Estado de derecho y uso legal de la fuerza pública contra acciones delincuenciales, que nuestros gobierno temen hacer a costa del bienestar de la población mayoritaria.
Es ilustrativa una encuesta que se hizo en Chile después de desaparecido Augusto Pinochet donde este otro dictador no salió mal librado. Y es que, decían, los pueblos se preocupan poco por la democracia si tiene sus bolsillos llenos. Empero, no por ello se hizo prócer ahí a Pinochet. Lo que parece elemental es que cuando se busca vivir en una mejor democracia no puede tenerse como referentes a sistemas dictatoriales.