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Héctor Díaz, si la noche encallara

RETRAZOS.- Lleva atravesada la duda en el costado, camina desangrándose de palabras y canciones. Se cubre como puede de la lluvia de perplejidades que le cae de la noche brutal. No muy alto, quizá 1.65. Su pensamiento enmarañado en la incertidumbre, en la inseguridad natural de habitarse a sí mismo. Sin embargo, sonríe con sus ojos escondidizos, desde donde mira un mundo nubloso en el cual la esperanza es mujer callada.

Infaliblemente trae en el bolsillo una guitarra y una madeja de partituras pobladas de un desgajamiento sonoro. Así camina sobre el mundo, mordiéndose las uñas, bebiendo hiel con cada acorde de su culta lira, transcribiendo la algazara de pájaros nocturnos, al amparo de las sombras antiguas de François Villon y Charles Baudelaire.

Héctor Díaz (ciudad de Oaxaca, 1973) es con seguridad uno de los tres mejores cantautores que viajan en este atiborrado tren de nuestra música contemporánea: agarrado de donde puede en esta travesía de zozobras, despeinado cantor de arrebatos existencialistas, resignado a andar siempre de la mano de la angustia y con el enigma merodeando su cabecera.

Autor de media docena de discos donde ha sometido la canción al rigor polifónico, donde ha rebanado los mejores tajos de palabras para que habiten su música cargada de presagios, locura y tribulación ante la mujer ausente y la encrucijada que no se sabe.

Héctor es un poeta de zapatos llorosos, andador de barrancas pedregosas de soledad, guitarrero de excelencia al que he visto dejar perpleja a la noche mientras amasa brillantes intervalos de armonía moderna. Lo siento un hombre crucificado entre dos continentes, usando el verso de Lowry. Cantautor que se debate en claroscuros, en identidades hechas de ansiedad y plenamar amorosa. Sus canciones son de alta fidelidad junto a la hoguera crepitante de semántica terrenal.

Hace poco lo volvimos a escuchar. Dos, tres amigos alrededor. Su voz y su guitarra tienen sortilegio para convertirnos en estatuas de sal mientras la noche encalla, mientras él se desgarra afinando sus preguntas sin respuesta. Acordes maestros, metáforas alumbrosas que luego lo arrastran a una playa náufraga donde queda aturdido de existencia.

Da una fumada suicida, un trago a su copa de mezcal. Lo veo caer en un remolino de ofuscación. ¿Crees en Dios?, me dice. ¿Y tú?, pregunto en vez de responder. Sólo el silencio y una como luz triste en sus ojos.

 

septiembre 2013
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